lunes, 28 de mayo de 2007

Un ensayo

Este ensayo debería ser modificado, revisado y extendido antes de fin de año. A lo mejor si veo esta entrada y en algún momento se me olvida, pueda acordarme de esta promesa. El centro de la cuestión, sin embargo, queda y creo que quedará dentro de mi cabeza por un buen tiempo. Las mayores correcciones tienen que hacerse sobre el final del cuerpo del texto. Otra cuestión a resolver es el orden de las notas. La idea en torno de las notas como referencias históricas es bastante simple: reforzar "visceralmente" el punto de vista de extremo carácter personal que se lee en el cuerpo del texto. Las notas, o referencias, deliberadamente tienen una coherencia propia y son capaces de constituirse en un texto separado del "cuerpo" del ensayo. Ésta era la idea original cuando fue escrito. Pero la cuestión de relegarlas al final puede hacer que algunos posibles lectores las desestimen por completo (aunque sean extensas e interesantes y muy diferentes de notas cuya función es puramente referencial), y lo que debería decidir en algún momento es si ponerlas al final de cada página o no. Además el ensayo carece de un título decente y de subtítulos que podrían ser mejores que los que están. Considero que el ensayo terminó por ambicionar más de lo que el tiempo requerido para su entrega hubiese permitido, y por esta misma razón encuentro que más de una cosa tendría que ser alterada. La última fecha de modificación fue "Lunes, 13 de Noviembre de 2006, 10:12:31 p.m.". Creo que un día antes de la entrega final.

Aceptaría de buen grado cualquier sugerencia, y las ignoraría con tanto más placer si me disgustan.



Introducción, y formas naturales de la violencia


Después de comprobar el terrible uso que los Estados Unidos dieron a sus teorías sobre la dinámica de la energía y la materia, Albert Einstein se atrevió a vaticinar con ironía que no imaginaba con cuáles armas se iba a librar la Tercera Guerra Mundial, pero aseguraba que la Cuarta se iba a pelear con palos y piedras. El impacto de verosimilitud de esta cita no hay que buscarlo en la destrucción (esta vez en un sentido muy literal) que genera toda guerra sino en la perpetuidad de la violencia humana.

Pero la conducta violenta no es del dominio exclusivo del hombre. Los machos de casi todas las especies animales acostumbran pelear por dos motivos recurrentes: el territorio y las hembras. Después de Darwin, este comportamiento se puede ver asociado a la ley natural y universal de la evolución, según la cual los individuos más aptos (por lo general los mismos que hayan resultado vencedores en la pelea) serán quienes transporten sus genes a la próxima generación. Esto es esencial para la supervivencia de la especie, ya que los animales participan de una carrera armamentista para garantizar su existencia a través del desarrollo de nuevos y mejorados mecanismos de defensa, supervivencia y adaptación desarrollados y conservados en los genes, y a lo largo de cientos de miles (o millones) de años.

El guepardo, también conocido como chita y mal llamado leopardo, es el mamífero más rápido del mundo, cuando alcanza una velocidad de 110 kilómetros por hora durante una carrera corta. La gacela es solamente una de sus presas preferidas. Siendo un animal ligero de patas musculosas, también es capaz de alcanzar grandes velocidades durante su escape, pero los guepardos son mucho más veloces. Lo que mantiene viva a la mayoría de las gacelas es una técnica evasiva convertida en instinto a fuerza del tiempo. Si bien el guepardo es muy rápido, sólo puede mantener su velocidad máxima durante un breve período de tiempo. Lo que hace la gacela para posponer su muerte y cansarlo es correr en zigzag. A 110 kilómetros por hora el guepardo no puede doblar cómodamente y es en estas situaciones cuando la gacela le saca ventaja. Luego de una carrera, el depredador está exhausto y necesita descansar algunas horas para volver a intentarlo. A lo largo de muchos años, el guepardo sacrificó parte de su estructura ósea para hacerse más liviano, y cualquier herida que recibe durante una cacería puede ser mortal. Mientras tanto, la gacela asegura la supervivencia de su especie con la habilidad innata de correr, pudiéndolo hacer sus crías a las pocas horas de haber nacido, listas para escapar junto a la manada de los depredadores que acechan en las llanuras calientes de África.

A grandes rasgos, es así es como se presenta la violencia en el mundo salvaje. Muchos de estos animales sufren una muerte cruel al volverse alimento para otra especie. Pocos mamíferos, tales como el elefante, el león y la ballena blanca, tienen el privilegio de ser el primer eslabón de la cadena alimenticia y carecer de depredadores naturales. El primer eslabón de toda la cadena es el hombre.

El caso del hombre y relatos históricos sobre la esencia del castigo

Entre las habilidades especiales del ser humano se encuentran los pulgares opuestos (la destreza de atravesar el pulgar a lo largo de la palma de la mano, lo que nos deja agarrar fácilmente objetos), una excepcional capacidad de adaptación que permitió al hombre habitar diversas regiones y climas (no tan relacionada con aspectos biológicos como artificiales); el caminar erguido, que además de ubicar los ojos en una posición elevada para advertir amenazas y descubrir fuentes de alimento y demás, facilitó el desarrollo de las cuerdas vocales, el progreso del habla y la comunicación. Aunque es la inteligencia práctica, sin duda, lo que hizo la diferencia, ya que el hombre no cuenta con una gran velocidad, ni con una fuerza física significativa respecto de sus ocasionales depredadores, ni con colmillos afilados, garras o cuernos, y ninguno de sus cinco sentidos está especialmente afilado, y debió recaer en su ingenio para sobrevivir. En este sentido, el hombre es (fisiológicamente hablando) bastante débil. Mientras la cría de gacela puede defenderse con relativa facilidad apenas nacida, las crías del ser humano nacen prematuras, y requieren cuidados muy específicos de la manada durante algún tiempo.

A pesar de esta particularidad, el hombre comparte con los animales muchas emociones: principalmente el miedo, pero también la ansiedad, como la que puede sentir la gacela cuando tiene la impresión de que un chita se está acercando demasiado, y en cierta medida el cariño y la tristeza, aunque esto es materia de debate. El hombre prehistórico hizo uso racional de estas sensaciones y se acostumbró a cazar ganado en las orillas de una pendiente, asustando a los animales con gestos y gritos, obligándolos a retroceder hacia la orilla hasta que se desbarrancaran sumidos en el terror.

En ninguna pelea del mundo animal, sea por hembras, dominación o territorios, y a pesar de violentos despliegues de fuerza salvaje, los machos involucrados mueren. Las razones son muy simples. En primer lugar, la muerte de uno de sus miembros no beneficia a la especie. En segundo lugar, el perdedor se retira con prudencia antes de sufrir heridas severas. Y finalmente, no mueren porque no quieren matarse. Pero el caso de los hombres es bastante diferente.

Cuando los primeros conquistadores llegaron a las islas del Caribe, encontraron que los hombres y las mujeres hablaban idiomas diferentes. Los indios caribe cultivaban con mucho éxito las artes de la guerra, y todos los hombres estaban dispuestos y preparados a pelear. Los españoles, aunque dominaban la pólvora, les tenían pavor porque las historias de marineros contaban de indios que comían a sus enemigos sobre la arena misma de la costa. Por esto los evitaban siempre que pudieran y no había nada que los asustara más que encallar o naufragar cerca de sus islas. Los caribes eran diestros con el arco y las cerbatanas, un tubo de caña o tronco hueco de dos metros de largo que usaban para soplar ligeros dardos de puntas envenenadas con curare, una preparación venenosa que extraían de cierta liana, y que con apenas un raspón logra penetrar en la piel hasta paralizar los músculos, provocando la muerte por asfixia, lo mismo que las neurotoxinas en el veneno de algunas víboras. Los caribes emplearon estas armas contra los arawak, un pueblo vecino, y mataron a todos los hombres (dominación), relegando a los supervivientes a islas lejanas y quedándose con sus tierras (territorialismo) y sus mujeres (hembras), que no aprendieron a hablar el dialecto caribe.

Siglos antes, al rey de Babilonia se le hizo evidente este rasgo particular de la naturaleza humana. A fines del siglo XVIII a.C. ideó una serie de leyes que establecían penas y castigos para los delitos que atentaran contra el orden público y la seguridad de sus súbditos. Escribió las leyes sobre una piedra, dándole su propio nombre, y hasta el día de hoy se lo conoce como el código de Hammurabi, y es considerado el primer sistema legal de la historia, al formalizar un conjunto de tradiciones acerca del delito y el castigo[1].

Siempre existió una noción de legalidad y de lo que estaba bien y lo que estaba mal, incluso antes del código de Hammurabi. Pero su originalidad estaba en establecer un conjunto de normas y reglas para cada tipo de delito, conocidas por todos los miembros de la sociedad, y sobre todo, en diferenciar distintas clases y grupos dentro de ella.

En las sociedades tribales y de comunidades de pocos individuos, es decir, las formas de organización social que precedieron a las repúblicas antiguas, las monarquías y las oligarquías tribales, el asesinato (entendido como el paradigma del crimen) era inusual y pasional, no premeditado, y el tamaño limitado de las comunidades bastaba para disuadir al posible homicida la mayoría de las veces. Las penas establecidas para quienes cometían un crimen suponían una compensación por parte del individuo que había obrado mal, pudiendo ser un castigo corporal, la muerte o el destierro. El castigo de las ofensas sería más severo si los individuos eran extranjeros pertenecientes a otras comunidades. En el caso de una comunidad vecina, las medidas podrían involucrar una compensación en animales, ganado, tierras, propiedades o incluso podrían saldarse con la sangre de un individuo de la comunidad cuyo miembro cometió el crimen, aunque no fuera el perpetrador, porque la concepción misma de la restitución estaba en devolver el honor a la comunidad, y en ese sentido la sangre de cualquiera de sus miembros le devolvía el daño. Si hubiesen fallado las mediaciones la tribu ofendida tendría motivos para tomar las represalias que considerase necesarias, transmitiendo el mensaje a los posibles enemigos (y/o posibles aliados) de que la comunidad era fuerte, unida y determinada, y de que todo ataque en su contra sería castigado.

Con el tiempo todas las tribus iban a aliarse, y conquistarían o serían conquistadas por otras, dando lugar al nacimiento de las naciones y países en su forma más moderna y cercana a las que conocemos. Y por tal motivo el código de Hammurabi representó un hito, ya que la conquista y la expansión generaron esclavos, nobles, gobernantes y militares, y sus edictos se adaptaron a esta nueva situación estableciendo penas y castigos según las diferentes clases a las que pertenecieran las víctimas y los criminales.

En el seno de una historia violenta, razones y casos de castigos violentos

Una historia de castigos violentos es en realidad una historia de miedo y desesperación. El miedo, muchas veces precedido por la ansiedad, otra sensación primitiva de síntomas parecidos, es descrito como un desagrado frente a ciertas situaciones, objetos o personas, y puede ser cultural, religioso o metafísico. Es una sensación primitiva de respuesta ante una amenaza a la integridad física o la vida misma del individuo. El hombre siente lo mismo que la gacela acechada por un chita, aunque el estímulo no es siempre un depredador, ni la amenaza inmediata y directa contra la integridad o la vida. En la percepción de un peligro, las pupilas se dilatan y los ojos se abren completamente, anticipándose a lo que va a pasar. Se libera adrenalina, una hormona tan poderosa que repercute en el organismo acelerando el ritmo cardíaco y la respiración, contrayendo los vasos sanguíneos de algunas partes del cuerpo, redirigiendo la sangre y los nutrientes hacia los músculos, sea ya para correr o pelear. La adrenalina es tan potente que se sintetiza de manera artificial en una droga llamada epinefrina, que en casos extremos puede reiniciar un corazón apagado, salvando la vida. La adrenalina también reduce la percepción del dolor y potencia durante algunos instantes la capacidad perceptiva de los sentidos. Es sabido que el miedo limita la propia habilidad de hablar y pensar claramente. El miedo es un triunfo biológico sobre la razón.

Y los criminales en el seno de una sociedad son vistos como individuos peligrosos y atemorizantes. Las organizaciones sociales suponen que las personas se ajusten a ciertas normas que las protegen, pero los criminales suelen considerarse por fuera de estas normas. Es por eso que su presencia infunde temor, y es por eso que el castigo la mayoría de las veces era la muerte[2]. La desaparición física del criminal era algo reconfortante. Con el tiempo, la compensación y el destierro como castigos fueron dejados de lado. Se creía que la muerte, sobre todo si era violenta o traumática[3], tenía la ventaja de ser un castigo funcional, adecuado, y resultaba argumento convincente para disuadir a futuros criminales.

La desaparición de los individuos peligrosos devolvía cierta tranquilidad a la sociedad. En tiempos de guerra, las legiones romanas, estando acampando, hacían que los soldados se turnaran para hacer guardia. No resultaba extraño que, a causa de las marchas forzadas y los avatares del combate, los soldados se quedaran dormidos del cansancio. Si alguno de ellos era descubierto, los miembros de la legión serían obligados por un oficial a formarse en dos estrechas filas paralelas donde los soldados se ubicaban mirándose de frente, y el que se hubiera quedado dormido tenía que correr a lo largo de ellas mientras recibía los golpes de sus compañeros. Eventualmente se caía y la paliza lo mataba. Un vigía dormido permitiría una emboscada enemiga, una muerte segura para muchos, además de una derrota que podría retrasar una campaña, deshonrar a los muertos en batalla, y arruinar la reputación de las disciplinadas, eficaces y aterradoras escuadras romanas, un importante factor psicológico de sus victorias. (Hoy en día, esta tradición persiste en la denominada “malteada”, o en la costumbre de los entrenadores de fútbol de abofetear en la cara o las nalgas a los jugadores cuando salen del vestuario hacia la cancha.) Los romanos inventaron otras formas creativas para deshacerse de los criminales[4], y la tortura formó parte de la vida cotidiana y constituyó un espectáculo en sí mismo[5]. De hecho, los romanos consideraban que el testimonio de un esclavo era verdadero sólo si se extraía mediante la tortura, creyéndolos incapaces de revelar la verdad por su propia voluntad.

Después de la caída del Imperio, durante el ascenso del cristianismo, muchas de las costumbres romanas (como el bañarse) fueron abandonadas y censuradas, en parte porque fue de las manos (limpias) del gobernador romano Poncio Pilatos que Jesús fue crucificado. Irónicamente, matar por motivos religiosos y en nombre del cristianismo fue algo característico de la Edad Media[6]. El uso de la tortura para extraer confesiones de los supuestos herejes se hizo muy popular.

La historia humana es en verdad una historia de violencia. La Mesopotamia, la antigua Grecia, el Imperio Romano y la Europa medieval son sólo algunos ejemplos. Biológicamente es una circunstancia extraña, porque un individuo no debería infundir temor, y mucho menos eliminar, a otro de su misma especie. En este sentido, es un caso único. Las guerras no se terminaban cuando un bando se hacía con las tierras del otro. De hecho, como premio por el desempeño en el combate durante un asedio o una invasión, no era inusual que los generales dieran carta blanca a sus soldados para arrasar con el poblado enemigo, saquear e incendiar sus casas y violar a las mujeres. Aunque estas prácticas resultan lejanas, crímenes como el regicidio[7] se repiten en la historia y logran conmocionar de la misma manera que hace cientos de años. El asesinato del presidente Kennedy, ocurrido casi medio siglo atrás, ilustra esta idea.

La ironía de los derechos humanos

En la historia reciente, y en especial después de la declaración de los derechos del hombre y el ciudadano, el 26 de agosto de 1789, prevalece la costumbre de minimizar el sufrimiento que producen los castigos[8]. Uno de los hitos más importantes en este sentido es la Convención de las Naciones Unidas contra la Tortura y otros Castigos y Tratos Crueles, Degradantes e Inhumanos (United Nations Convention Against Torture, o UNCAT) que entró en vigencia en 1987 y a la que se encuentran adheridos 141 países, más diez firmantes originales que a la fecha no la ratificaron.

La evolución de los derechos humanos como una forma de barrera cultural contra el tratamiento inhumano (irónicamente muy humano, por sus métodos e intención deliberada y calculada de provocar sufrimiento) es bastante anterior a la Revolución Francesa. Ciro el Grande, rey del imperio Persa, en el territorio donde hoy se encuentra Irán, luego de la conquista de Babilonia en el siglo VI a.C., labró un cilindro de piedra considerado por muchos el primer tratado sobre derechos humanos. En él se deroga la esclavitud, y existe el registro de que los palacios reales fueron construidos por trabajadores asalariados en épocas en que se solía utilizar esclavos. Ashoka el Grande, en la India antigua, luego de una campaña de conquistas brutales, se arrepintió y se hizo budista. En el año 265 a.C., mandó prohibir la caza deportiva y la mutilación de animales. Les permitía a los presos un día libre al año, y ofreció al pueblo educación gratuita de nivel académico. Consideraba iguales a las personas, sin distinción de casta, raza, religión o ideas políticas. Al construir hospitales para personas y animales, el Cruel Ashoka pasaría a la historia como Ashoka el Arrepentido.

Los avances más recientes se originaron después de las enseñanzas que dejó la Segunda Guerra Mundial. Entre ellas, las revisiones a la Convención de Ginebra de 1929. Las cuatro Convenciones, que a veces y erróneamente se creen que son una sola, intentan establecer las reglas de la guerra, la que definen como un conflicto armado entre dos partes (que pueden o no ser Estados) cuyos miembros se encuentran debidamente identificados (mediante uniformes). Esto procura la distinción entre combatientes y no combatientes, es decir, civiles, cuyos derechos y obligaciones se encuentran detallados ampliamente.

Pero más notable es la Declaración Universal de Derechos Humanos, de 1948. Esta señala que son derechos inalienables de la persona su vida, su libertad y su seguridad; su educación, libertad de religión, conversión religiosa, de adhesión a un sindicato, y de transitar libremente su país u otros países, entre otros. Los derechos humanos deben resultar una de las cosas más lindas cuando se leen. A muchos, a primera vista, puede parecerles irónico que estos derechos deban ser enunciados y recalcados, y los países, obligados a cumplirlos. Otros, estarán seguramente fascinados cuando se enteran de que el hombre y la mujer deben considerarse iguales, o que tienen derecho a recibir educación, o a profesar su religión, o a ser negros, musulmanes o judíos y que nadie los ofenda, o a vivir con dignidad. O, simplemente, a vivir.

La mayoría de estos derechos mueren y pasan desapercibidos en el rincón más íntimo de un Estado, mientras que otros se pisotean muy, pero muy abierta, pública y desfachatadamente. Aunque en algunos casos la desvinculación estatal respecto de estos derechos ignorados es posible (y en tal caso podría decirse que alguien se “muere” de hambre y no lo “matan” de hambre, o en el peor de los casos en este sentido pudiera ser que se lo “deje morir” de hambre, sea por inacción o ineficiencia estatal pero nunca por una acción o intención deliberadas de “matar” o “dejar morir”), existe un tipo particular de ruptura, irónica como muchas otras, y muy cruenta, además de ser casi tradicional.

La pena de muerte convierte al Estado en homicida en nombre de la justicia y del pueblo. Es el castigo final, el último y más despiadado de todos. De un total de 69 países que retienen esta pena, 11 la practican en menores de edad, y China solamente es responsable del el 90% de las ejecuciones en 2004 (unas 3400 personas). La pena capital en los países que la retienen cabe en casos de homicidio premeditado, espionaje, traición o ciertos tipos de delitos militares, como la cobardía, el amotinamiento y la insubordinación. En los países musulmanes, el adulterio y la homosexualidad, junto con el renunciar a la propia religión, son delitos penados con la muerte (recientes son los casos de Mahmoud Asgari y Ayaz Marhoni, de 15 y 17 años respectivamente, quienes el 19 de julio de 2005 fueron encontrados culpables de homosexualidad y violación, condenados a 228 latigazos y a morir en la horca). En China se castiga con esta severidad la corrupción, el tráfico de personas y de drogas.

Los argumentos a favor son los mismos de siempre: la muerte es un castigo adecuado para el asesinato, y sirve para disuadir a futuros criminales. Grupos religiosos citarían la Biblia para argumentar a favor (“Porque ciertamente demandaré la sangre de vuestras vidas; de mano de todo animal la demandaré, y de mano del hombre; de mano del varón su hermano demandaré la sangre del hombre. El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada; porque a imagen de Dios es hecho el hombre” —Génesis 9:5-6—, y también “Porque los magistrados no están para infundir temor al que hace el bien, sino al malo. ¿Quieres, pues, no temer a la autoridad? Haz lo bueno, y tendrás alabanza de ella; porque es servidor de Dios para tu bien. Pero si haces lo malo, teme; pues es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo” —Romanos 13:3-4—). Los que se oponen dicen que la pena de muerte no disuade a los criminales más de lo que podría hacerlo la cadena perpetua, que la ley permitió la ejecución de condenados que resultaron inocentes, que además atenta contra las minorías y los pobres, y citan una de las frases más famosas de la Biblia para defenderse: “Y como insistieran en preguntarle, se enderezó (Jesús) y les dijo: ‘el que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella (María Magdalena)’” (Juan 8:7).

Las ejecuciones ya no son públicas. Se llevan a cabo en un lugar íntimo de las cárceles al que sólo pueden acceder algunos miembros de la prensa, oficiales de justicia y testigos, familiares del criminal o de sus víctimas.

Muchos países en los que se acostumbra esta práctica son firmantes de la Declaración Universal de Derechos Humanos y de la Convención de las Naciones Unidas contra la Tortura y otros Castigos y Tratos Crueles, Degradantes e Inhumanos. En respuesta a las posibles objeciones, los Estados han desarrollado y fomentado el uso de métodos que consideran humanos para el exterminio de la vida. Aunque esto es una gran hipocresía.

La mejor democracia del mundo, la potencia más potente, Estados Unidos, land of the free and home of the brave, utilizó una versión más chica, pero que en esencia es la misma, de la cámara de gas con el mismo componente letal (cianuro de hidrógeno) que mató millones de judíos, presos políticos, gitanos y homosexuales, entre otras clases de indeseables para el régimen Nazi durante la Segunda Guerra Mundial. A la fecha, la última ejecución por el método de la cámara de gas se llevó a cabo en 1999, y dado un reciente, pero tardío fallo de un juez de California que la declaró cruel e inhumana (bajo los términos de la Convención de las Naciones Unidas), es improbable que vuelva a utilizarse (salvo en los convictos cuya sentencia fuera anterior al fallo). Y de hecho es posible que le siga la silla eléctrica, tétrico invento desarrollado en colaboración cercana con el gran inventor Thomas Alva Edison, quien conocía y dominaba los misterios de la electricidad. A partir de entonces, sólo se empleará la inyección letal.

Lo que resulta evidente a simple vista es que los métodos han ido eliminando con el paso del tiempo la impresión de que existe un asesinato deliberado. El suelo del patíbulo que se abre para dejar caer al ahorcado reemplazó a las carretas que los caballos eran obligados a alejar de sus pies y la costumbre algo torpe de andarle pateando los banquitos sobre los que estaban parados, causando la muerte por una fractura de las vértebras y no por estrangulamiento, dando casi la sensación de que hubo un terrible accidente. Lo mismo pasa con la silla eléctrica, donde el accionar de un interruptor cierra los circuitos para que la electricidad circule casualmente por la cabeza del condenado, y con el ácido sulfúrico, que viaja por una serie de caños hasta un recipiente debajo de la silla donde está amarrado el sentenciado, y en el que se vierten casi sin querer, al abrirse una pequeña compuerta, los globulitos de cianuro de potasio que generan una reacción extraña y aparentemente inesperada cuando tocan el líquido, liberando una espesa nube que aunque el condenado prefiere evitar, se le aconseja inhalarla profunda y rápidamente[9]. Afortunadamente, la tendencia mundial durante los últimos años es abandonar de forma sistemática la pena de muerte.

Fin

Todos estos ejemplos retratan de manera ejemplar la cuestión de la violencia en la historia del hombre. Y es el esfuerzo constante del hombre reprimirla, junto con el resto de las emociones que surgen de manera inesperada. El miedo y la ira son las emociones más poderosas que la cultura intentó domesticar desde siempre. El miedo, una respuesta natural común entre los seres vivos, intenta preservar su integridad y su vida alertando sobre una amenaza inminente y preparando su cuerpo para huir o pelear. La ira es causante de repercusiones orgánicas muy similares al miedo, siendo los más notables una serie de descargas de adrenalina que otorgan una fuerza sobrenatural durante algunos instantes y el encauce del flujo sanguíneo desde la piel y los órganos no vitales hacia el cerebro y los músculos. La persona enfurecida, contrario a la creencia popular, no tiene la cara colorada sino pálida, y no suele gritar, de hecho todo lo contrario, suele permanecer en silencio y si habla, sus palabras son escasas. Los efectos biológicos del miedo y de la ira, que a veces se encuentran combinados, generan un estado mental alternativo al racional. La justicia estipula figuras legales especiales en casos donde a causa del miedo y el enfurecimiento se comete un crimen. La amenaza del miedo y el arrebato de la ira no se pueden controlar voluntariamente la mayoría de las veces, y peor todavía, la amenaza percibida no siempre puede ser real y la furia puede ser desatada por cualquier acontecimiento, objeto o persona. En esos momentos se desmorona todo lo que habitualmente preferimos considerar que nos hace humanos.

Las personas prefieren y reciben calurosamente los relatos que resultan casi siempre culturalmente artificiales y empalagosos de amor incondicional, amistad y camaradería, pero rechazan la naturalidad innegable, sincera y próxima de la muerte. Mientras sigamos ese camino siempre nos vamos a sorprender de que las palizas como las que recibe el galán o el héroe en las películas son mucho menos glamorosas que las verdaderas, y de que la gente no vuela por los aires cuando recibe un disparo. En la vida real, un solo golpe basta para definir una escaramuza, la cara se hincha, existe un riesgo considerable de perder uno o ambos ojos, y la piel no queda tersa, suave y delicada, y la velocidad de la bala es tanta que atraviesa el cuerpo de lado a lado como si fuera de papel, concentrando toda la fuerza sobre una superficie muy limitada, de manera que las víctimas de los disparos no Hollywoodenses no retroceden volando hasta el suelo en una sobreactuación magistral, sino que se desploman como si se hubieran quedado dormidas de pie en el lugar mismo en que las encontró la bala.

Lo irónico es que pagamos para ver violencia en el cine o en el ring pero evitamos la real en el noticiero, o en el diario, o en la historia. ¿Es que no es la misma violencia?

Notas



[1] Generalmente, cuando pensamos en el código de Hammurabi y en la mesopotamia, pensamos en el famoso “ojo por ojo” de la ley del Talión. Eso es cierto. Las tradiciones de los pueblos del medio oriente, particularmente los semitas, acostumbraban castigar con severidad. La muerte está prevista en el código de Hammurabi en muchos casos, tales como las falsas acusaciones de homicidio o mentiras ventiladas en el curso de un proceso judicial, robo de propiedad privada o estatal (y en tales casos, quien haya recibido de buena o mala fe alguno de los artículos robados también será castigado con la muerte), y en el mismo sentido, quien no pueda dar cuenta, presentando testigos o un contrato, de cualquier bien adquirido (un asno, una oveja, un buey, un cordero o una barca, por ejemplo), será considerado ladrón (cuyo castigo es la muerte). Lo mismo sucederá si se entrega al bandidaje, roba el hijo (menor) de otro señor o abre brecha en casa ajena (frente a la cual se lo colgará estando ya muerto). Otros casos son más pintorescos. Siendo que hubiera un incendio en el interior de una casa, y un vecino amablemente se presentara para ayudar al dueño a apagarlo, y en el curso de su acción desinteresada encontrara en el interior de la casa un objeto de su agrado, y lo arrebatare, de serle prendido con él al salir sería arrojado al fuego, evitándose(¿le?) las posibles molestias de matarlo en otro momento. Y si hubiere acusación de brujería, el supuesto hechicero sería lanzado (como corresponde) a un río torrentoso, y siempre que muriere arrastrado por el río (porque aparentemente los brujos no flotan ni nadan), entonces el acusador estaría diciendo la verdad y la hacienda del brujo se hará suya; pero si el río devolviere al supuesto brujo, saliendo él purificado e ileso de las aguas del río, entonces la muerte le va a tocar al acusador (por dar falso testimonio, ya que los brujos no flotan ni nadan y su poder sobrenatural no les permite salvarse la vida), y su hacienda sería entregada al correcto y decente señor en compensación. Eso era justicia. O podemos decirlo así: ¡eso era justicia! O también así: ¿eso era justicia?

[2] A mediados del siglo VI a.C., un tal Falaris gobernó Agrigento, comunidad griega en Sicilia. Aunque la historia lo iba a recordar como un patrono del arte y las letras, constructor de murallas y templos, fue un tirano cruel y muy dado a la tortura. Un obsecuente fundidor de bronce, Perilo de Atenas, le propuso construir un aparato de tortura novedoso, y forjó un toro de bronce, hueco en su interior, con una puerta en el costado del lomo. El sujeto sería metido por la fuerza dentro del toro, y se prendería un fuego debajo para calentar el metal hasta cocinarlo. Perilo comentó entre las virtudes de su invención, que el humo saldría por las narices como la respiración tibia de un buey en invierno, y que un sistema de tubos dentro de la bestia metálica transformaría los gritos desesperados de las víctimas en los mismos de un toro enfurecido. Entusiasmado por la idea, el tirano Falaris ordenó que fuera probado por el mismo Perilo, y lo encerró dentro del toro y prendió un fuego debajo de él. Una vez conforme, hizo abrir la puerta y lo sacó antes que muriera. Perilo pensaba que sería recompensado por su invento, pero en vez de eso lo mataron tirándolo de un precipicio. Cuando el tirano horneó demasiada gente en su toro, una revuelta popular contra su tiranía, encabezada por Telémaco de Agrigento, lo destronó para siempre. Aunque la historia dice que se confeccionaban brazaletes con los huesos brillosos y amarfilados de las víctimas, no se sabe si el liberador Telémaco se hizo uno con los huesos de Falaris, tirano de Agrigento, después de asarlo. Tiempo después los cartagineses invadieron la ciudad siciliana y se llevaron el toro, pero fue devuelto años más tarde por Escipión. En algún momento de la historia, los romanos se enteraron de la invención y le tomaron el gusto, y asaron en el toro de bronce a muchos mártires cristianos, el más notable de ellos San Eustaquio, a quien el emperador Adriano hizo quemar junto a su mujer e hijos (probablemente uno a la vez, porque el toro no era tan grande).

[3] Falaris no fue el único tirano que cometía actos de este tipo. Uno de ellos fue tan bárbaro, que inspiró con su crueldad una de las más conocidas historias de terror. Vlad Tepes III practicaba con frecuencia el empalamiento, una especie de brochette humana, salvaje y truculenta. La persona era clavada por la punta de una estaca gigante fija en el suelo, de costado o de frente y se la dejaba colgando hasta morir. Un escritor inglés recogió estas historias de la edad media. Se enteró de que Vlad III Drácula solía empalar a miles de personas a la vez. De hecho, en la ciudad transilvana de Sivu, empaló a diez mil personas. Su historia sobre un monstruo inmortal que chupaba la sangre fue reconocida en todo el mundo, y los vampiros como figuras de la ciencia ficción resucitan de vez en cuando para hacer una aparición cinematográfica. El año antes del empalamiento masivo de Sivu, Vlad Tepes había empalado a 30.000 hombres, mujeres y niños, aunque democráticamente y sin distinciones de clase, raza o religión. Irónicamente, la muerte por empalamiento no era sangrienta. La estaca hacía de tapón, y el daño de las hemorragias internas no se hacía evidente. Uno hubiera pensado otra cosa.

[4] Los romanos fueron adeptos al empalamiento hasta que implementaron en su lugar la crucifixión. La historia de criminales crucificados aparece junto a la de la víctima más conocida, Jesucristo, y el relato de su muerte es posiblemente la descripción más trascendente (o al menos más famosa) de una ejecución de este tipo. Jesús había sido condenado a morir crucificado en un páramo. Como a todos, le obligaron cargar con su propia cruz hasta el lugar de la ejecución. La imagen, uno de los íconos más reproducidos del mundo, lo muestra clavado en la cruz, los brazos abiertos uno a cada lado del travesaño, los empeines superpuestos y atravesados también por un clavo, con las piernas flexionadas. La historia dice que a cada lado habían crucificado también a dos ladrones. La crucifixión había sido diseñada como una forma humillante y tortuosa de morir. No siempre se era clavado a la cruz. A veces los romanos sostenían los brazos con trapos o sogas del travesaño y apoyaban los pies sobre un pedestal. De manera invariable, la muerte se producía por asfixia. A los ladrones que estaban a cada lado de Jesús les quebraron las piernas, para acelerar el proceso, porque en unas horas sería fiesta judía y no debía haber entierros. A él, en cambio, no, porque ya había muerto. Los evangelios dicen que un centurión romano lo perforó por un costado de un lanzazo y que de la herida salió sangre y agua. El agua sería producto de un edema, una acumulación de líquido en el tejido, frecuente en casos de insuficiencia cardiaca, como los que origina la asfixia.

[5] En el Coliseo, la sangre de los criminales, como los ladrones de la Biblia, era la primera que se derramaba sobre la arena al comienzo de los juegos, en horas tempranas de la mañana para ir preparando los ánimos, y muchas veces se daban de desayunar a los leones o los tigres. Los gladiadores eran los protagonistas de los juegos, y contrario a la creencia popular, no siempre peleaban hasta la muerte. De hecho, los gladiadores eran guerreros profesionales que contaban con formación, y esta educación costaba dinero y recursos y no era bueno desperdiciarla, así que los romanos se agasajaban con más frecuencia con la vida de un esclavo. Los verdaderos gladiadores peleaban dos o tres veces al año, como los boxeadores profesionales de hoy en día. Los juegos eran un regalo del emperador para su pueblo, así que la entrada al Coliseo era gratuita. Los gladiadores, a pesar de su aparente bestialidad, se regían con ciertos códigos. Una vez terminada la lucha, la plebe hacía el famoso gesto del pulgar, aunque no se sabe con certeza cómo se hacía. Algunos dicen que el pulgar extendido hacia arriba significaba que al perdedor debía perdonársele la vida, y que su opuesto, el pulgar hacia abajo, reclamaba la muerte. Otros, dicen que en el gesto el pulgar señalaba hacia el pecho indicando que el vencedor debería dar la estocada final y que el pulgar señalando hacia fuera imploraba que depusiera sus armas y lo dejara ir con vida. Lo cierto es que el vencedor, si la multitud pedía la muerte de su rival, fingiría herirlo de muerte para ahorrarle la deshonra. Sin embargo, luego sería arrastrado fuera de la arena y un verdugo (con dedicación exclusiva) le daría un martillazo fatal en la frente: los códigos reprobaban la muerte entre gladiadores. Los romanos eran muy sangrientos.

[6] La inquisición, tras la caída del imperio romano, fue un instrumento del cristianismo para exterminar o convertir a los herejes. La primera de ellas, la inquisición episcopal, se demostró a sí misma como un intento fallido de la Iglesia. Los obispos que debían llevar a cabo los procedimientos no eran peregrinos asiduos ni experimentados, y por tal motivo cuando visitaban sus diócesis (lo que hacían muy de vez en cuando porque vivían en ciudades alejadas), tenían responsabilidades más importantes que atender. Además, la técnica misma que empleaban estaba viciada, porque durante los juicios al acusado se le daba el nombre de su acusador, y esto terminaba con frecuencia en el asesinato por venganza de quien había intentado ser un buen cristiano. Pero la Iglesia corrigió sus errores, y en la década de 1230, cuando la inquisición episcopal llevaba medio siglo de trabajo, por orden del papa y con el fin de dotar de una mayor eficacia al proceso, se estableció la cruenta inquisición papal. Fueron parte esencial de ella los dominicanos, una orden conocida por sus sentimientos de anti herejía (hoy les dirían fanáticos o extremistas), peregrinos por oficio e indiferentes a obtener recompensas por su labor. La inquisición papal llegaría a un pueblo y reuniría a todos sus habitantes. De inmediato consideraban los primeros sospechosos de herejía a todos aquellos que no acudieran a su llamado. Después dirían que si alguien tenía algo que confesar, lo hiciera poniéndose de pie. A cambio de la sinceridad, el castigo sería más leve. El trato obligaba al confesado a denunciar a los vecinos del pueblo que, según él, fueran herejes. Luego empezaba el juicio. Tradicionalmente la balanza se inclinaba a favor de la Iglesia, aunque al acusado se le permitiría un abogado, aunque este era un derecho algo estúpido, porque si el resultado del juicio era negativo para el acusado, el abogado defensor no podía ejercer más, y esto, que era motivo de espanto para ellos, hizo que muchos acusados no tuvieran una buena defensa. El empleo de la tortura para forzar confesiones no era invento de la Iglesia, sino del sistema legal de la edad media. Los métodos particulares de la institución eclesiástica restringían el derramamiento de sangre, la amputación y la muerte durante o después de la tortura, y era usual que el acusado sólo fuera colgado por las muñecas de una soga y recibiera azotes mientras se dislocaba dolorosa y lentamente los hombros. Sin embargo, si la inquisición lo deseaba, podría solicitar a las autoridades seculares, que no estaban limitadas por su propia conciencia o ley alguna, que se hicieran cargo del supuesto hereje. Así y todo, y por más extraño que parezca, la muerte del hereje no era algo a lo que se aspiraba, porque la Iglesia creía que si era necesario llegar a tales instancias y entregar el alma de un hombre o una mujer al pecado, entonces la inquisición como tal, y en consecuencia el cristianismo, había fallado.

[7] Para el siglo XVII, el cristianismo se había vuelto la religión dominante en gran parte de Europa. En Inglaterra, en cambio, el rey Jaime I había impuesto el protestantismo como religión oficial. Esto disgustaba seriamente a un grupo de católicos ingleses, que planearon el asesinato del rey en el año 1605. Guido (o Guy) Fawkes es el más conocido de ellos. Tramaron lo que sería conocido como el “complot de la pólvora”. El plan iba a ser llevado a cabo por el señor Fawkes, cuya formación militar y derivado conocimiento de los explosivos resultaban esenciales. La idea era reventar a gran parte de la aristocracia protestante, al rey y su familia y gran parte del parlamento, si fuera posible y con ayuda de Dios, durante el inicio de sesiones de la cámara de los lores y los comunes, el 5 de noviembre de 1605, durante el discurso de inauguración. A tal efecto alquilaron un espacio debajo del palacio de Westminster, y en esa especie de sótano metieron en el término de unos meses, cuatrocientos kilogramos de pólvora. Uno de los conspiradores envió una carta confesando el plan, que el 26 de octubre fue recibida por el secretario de estado y se iniciaron las investigaciones. Temprano en la mañana del 5 de noviembre, una redada dio con Guido “Guy” Fawkes mientras terminaba de abarrotar el sótano de pólvora. En el curso de varios días fue torturado y delató al resto de los conspiradores. El 31 de enero del año siguiente, él y otros involucrados en el hecho fueron encontrados culpables (lo que no sorprendió a nadie) y condenados a morir “colgados (hasta casi morir), destripados (estando medio muertos) y desmembrados (probablemente, y ojalá, ya muertos)”. Esta forma tortuosa de ejecución resulta ser la más cruenta jamás inventada. Como los micros rojos de dos pisos, Harry Potter y el tren, es un invento netamente inglés. Las versiones más creíbles señalan que Eduardo I de Inglaterra la estrenó durante las campañas para dominar Escocia y Gales, ejecutando líderes rebeldes, siendo una destacada figura entre ellos William Wallace, a mediados del siglo XIII. Se convirtió en el castigo preferido en casos de traición, espionaje u “ofensas contra el rey”, un cargo que iba desde un atisbo de insulto percibido por Su Majestad hasta supuestos intentos de regicidio. A las mujeres acusadas de traición se les evitaba esta muerte cruenta y en cambio eran quemadas vivas en la hoguera. La resolución del caso del “complot de la pólvora” terminó siendo bastante escandalosa. El 31 de enero de 1606, debilitado por la tortura, Guido “Guy” fue arrastrado hasta el lugar de la ejecución, y sabiendo lo que le esperaba, saltó de la plataforma desde donde iba a ser dejado caer hasta casi morir estrangulado y se partió el cuello, muriendo en el acto. Robert Keyes, otro conspirador, intentó hacer el mismo truco pero la soga se rompió y fue destripado y castrado estando muy consciente. El pobre cura que confesó a los miembros del complot también fue condenado a morir. Al público le resultó que la pena era demasiado severa, y en medio de la ejecución, imploraron al verdugo a los gritos que no destripara al pobre padre Garnet estando vivo, y se le tiró de las piernas para asegurarle una muerte rápida. Uno pensaría (o al menos quisiera creer) que esto hubiera bastado para disuadir a los futuros criminales de intentar reventar al rey, pero no fue así. Durante seis días, en 1660, nueve conspiradores del asesinato del rey (exitoso esta vez) Carlos I de Inglaterra fueron ejecutados. El 30 de abril de 1679, un día particularmente agitado para el verdugo, se cumplió la sentencia de un tal Mr. John Morgan por “dar misa”, otras dos personas que al parecer habían ofendido al rey, y un falsificador de monedas (que en realidad había recortado los bordes de una moneda de plata). También el primado de Irlanda, un tal Mr. Plunkett, en el año 1681, que fue acusado de traición y sería el último católico en padecer la pena, y Edward Marcus Despard y compañía recibieron patíbulo para seis después de ser acusados de planear el asesinato del rey Jorge III. En nuestros días, localidades inglesas celebran todos los 5 de noviembre la noche de Guy Fawkes, y se rellenan de petardos y hacen reventar muñecos con su efigie en honor a su fracaso, y existe un pub llamado “El colgado, destripado y desmembrado” (The hung, drawn and quartered) en el número 27 de la calle Great Tower Street en Londres, y en una placa sobre la pared se encuentra una cita de un tal Mr. Samuel Pepys, quien el 13 de octubre de 1660 escribió en su diario “fui a ver al mayor-general Garrison ser colgado, destripado y desmembrado; lucía tan animado como cualquier hombre podría estarlo en esas condiciones”.

[8] Los franceses contaban con un método similar al inglés para ejecutar regicidas. Le llamaban simplemente “desmembramiento a la francesa”, e involucraba pinzas calientes, cera y azufre derretidos y era algo bastante cruel. Monsieur Dr. Guillotin diseñó un método prácticamente indoloro de ejecución que se convirtió en el símbolo de la Revolución Francesa. Es posible que el doctor no recibiera la inspiración del desmembramiento a la francesa, sino de los antiguos métodos para decapitar. Los relatos de época señalan que el condenado pagaba con frecuencia una moneda de oro al verdugo para que se asegurase de tener la hoja de su espada o hacha afilada. Monsieur Dr. Guillotin sabría que una hoja roma era algo (bastante) nefasto para el condenado y frustrante para el verdugo, e ideó un sistema infalible: una pesada hoja que se deja caer desde la cima de un marco de madera que la mantiene firme durante su descenso mortal. Protagonista indiscutida del Reino del Terror, nombre dado a los episodios que siguieron a la triunfal declaración de los derechos del hombre y el ciudadano, la guillotina hizo rodar 40.000 cabezas en el seno de conflictos por la libertad, la igualdad y la fraternidad de todos los hombres, que resultaron ser muy, pero muy irónicos.

[9] ¿Realmente creemos que somos civilizados, o incluso que existe un estado de “civilización”? Todo el edificio cultural se viene abajo en el instante que alguien atenta contra lo que más apreciamos. Lo cierto es que la violencia forma parte del hombre lo mismo que su capacidad de apreciar la belleza de una pintura. Es inevitable, imprevisible y puede adoptar formas salvajes. Tanto, que años de civilización no pueden domesticarla. En el mundo del hombre, no siempre resulta vencedor el más poderoso. El hombre amenaza, intimida, engaña, asesina, inflige tortuosos sufrimientos por placer o por antojo a los miembros de su misma especie (y de otras también), en función de sus creencias o de sus temores o de sus ideas, que hoy son unas y mañanas otras. ¿Cuánto vale una sola vida humana? ¿Vale más la vida del hombre que la de otra especie, una cualquiera desprovista de maldad y que responde sólo a sus instintos y necesidades? ¿No se derrumba la cultura también toda vez que deseamos el mal a alguien, aunque resulte merecedor de él? ¿No es posible que la inteligencia hubiera sido sólo una herramienta destinada a proteger a un individuo débil y no un instrumento para erigir civilizaciones desiguales donde la acumulación de riquezas se convierte en el bien más preciado, en vez de la sola supervivencia del individuo, como ocurre en el resto del mundo natural, llevando indefectiblemente a la muerte a cientos de miles de personas cuyo padecimiento y existencia en ni la historia recuerda? La cultura transforma la poligamia natural en monogamia, y el amor se reconforta con la idea de los hipocampos que se aparean de por vida. La cultura, especialmente la religiosa, transforma la muerte en “más allá” hasta que el concepto de una existencia extinguida resulta lejano, improbable, imposible y hasta intolerable. ¿No es posible, como afirman los científicos y garantizan haber sufrido los pilotos sometidos a varias veces la fuerza de gravedad, que la luz brillante visible para el alma que se aleja sea una alucinación del cerebro privado de oxígeno? ¿Somos tan distintos de Falaris y Vlad Tepes por nuestras declaraciones de derechos humanos con pisadas de botas militares y escupitajos de la autoridad y los Estados, y nuestros condenados a muerte que mueren sin hacer desparramos de sangre con aserrín en los tablones del patíbulo? ¿Somos seres compasivos? ¿Produce la venganza una sensación desagradable? El gran poeta Lord Byron escribió un epitafio conmovedor que decía “en este lugar yacen los restos de uno que fue bello sin vanidad, fuerte sin insolencia, valiente sin ferocidad, y con todas las virtudes del hombre sin sus vicios”. Creo que es a eso a lo que debemos aspirar. Pero, como dice Byron, “este elogio, que hubiera sido lisonja sin sentido de haberse escrito sobre cenizas humanas, no es sino un tributo a la memoria de Boatswain, un perro, quien nació en Newfoundland, en mayo de 1803 y murió en Newstead, el 18 de noviembre de 1808”. No puedo más que asentir con Lord Byron. Y el día que el perro conozca la verdadera naturaleza del ser humano, el hombre va a perder al que posiblemente fue su único amigo.

15 comentarios:

Sol! dijo...

Es un gran escrito.

Nahuel dijo...

Gracias! Creo que igual yo ya te lo había pasado.

Vos sabés que yo lo veo y pienso en todo lo que le cambiaría (lo que no necesariamente supone quitar oraciones, pedazos de párrafos o párrafos enteros), y en cómo le suena al que lee y me da fiaca.

Ahora se me ocurrió la idea para hacer una entrada para comentar cómo sería bueno hacer una relectura de cualquier cosa que uno escribe, pero, como desde hace un rato, estoy comprometidísimo en terminar este puto storyboard. Con toda la onda. Y todo bien si el story es gay, no hay nada malo con eso. Yo lo apoyo. (Emocionalmente)

Sol! dijo...

Sos un groso. Y sos mi amigo :) jejejeje

Vera F dijo...

sobre la cita introductoria: es un buen enfoque lo de la perpetuidad de la violencia humana, la conocía pero no se me había ocurrido. siempre me había ido mas para el lado de "no va a qedar tecnología con la q azotarse".

"Lo que resulta evidente a simple vista es que los métodos han ido eliminando con el paso del tiempo la impresión de que existe un asesinato deliberado" esa parte no me qedó del todo clara. a que te referís? a que haya la menor cantidad de accion humana directa produciendo la muerte?

está muy bueno el ensayo. en realidad me parece que el tema daba mas para un libro q para un ensayo, pero de todos modos la densidad de la información transmitida es alta, y eso ayuda bastante.

hasta que no leí la nota 9 no me terminó de qedar clara la "conclusión" si puede llamársele de esa forma. después de leer la nota cierra todo mucho mas, por ahí hubiera dado para incluirla en el cuerpo del ensayo.

y eso... está muy interesante. me gustó toda la parte de "En ninguna pelea del mundo animal, sea por hembras, dominación o territorios, y a pesar de violentos despliegues de fuerza salvaje, los machos involucrados mueren" y lo q sigue.

alto ensayo. siga así.

y aguante la wiki, q nos banca a morir.

Nahuel dijo...

Ante todo, muchas gracias por leer, porque la verdad es que es bastante larguito el ensayo.

Lo del asesinato deliberado es justamente esto que vos decís: disminuye la percepción de que alguien está matando a otra persona (hablando de la pena de muerte). Digo, comparando métodos más directos, como el pelotón de fusilamiento o la guillotina (el pelotón de fusilamiento sigue en vigencia).

Y Wikipedia es una masa. Porque yo no tenía una biblioteca especializada del tema, lo cual resultó ser imprescindible para hablar de la cuestión. La cantidad de artículos que tiene la versión en inglés es impresionante comparada con la que está en castellano. Así que lo más complicado del ensayo era tener que leer en inglés, interpretar el sentido del artículo y volcarlo (a veces traducirlo) para las notas y el desarrollo del texto.

Bueno, así es la cosa.

Muchas gracias por leer.

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