lunes, 7 de julio de 2008

Respuestas

Otros no se animan o no quieren publicar sus parciales domiciliarios; no sé si desconfían de sus respuestas (probablemente a causa de una calificación reveladora), o si tienen un sentido de la moralidad pétreo y enraizado hasta la médula. En estos días, yo preferiría confiar en que los motivos deberían buscarse más bien en lo primero y no en lo segundo, un poco porque la ignorancia "nobleza obliga", y nunca hay que dejar a nadie que se muera de sed en el desierto, y otro poco porque tengo una idea de la moral un poco flexible, validada (en parte) por los razonamientos sesudos y (¿aun?) purgados de sífilis de Nietszche, Dios lo tenga en la gloria, amén.

No voy a decir la calificación de esto. Pero hay un poco de sangre, y poco sudor y lágrimas, aunque lo haya terminado a las 5 de la mañana del día de entrega. Los que se hayan topado con Merleau-Ponty sabrán entender.

Suerte.

1. ¿Cuál es la relación entre el pensamiento que se realiza en la palabra y en la práctica del diseño? Incluir en este desarrollo la problemática de la percepción, de las diferencias entre las concepciones sobre el lenguaje visual y verbal, y lo que corresponde a la relación entre pensamiento y práctica, teniendo en cuenta los aportes de Merleau-Ponty y Pierre Bourdieu.

Podría decirse que tanto el pensamiento en la palabra como la práctica del diseño suponen, al menos en alguna medida, el conocimiento acabado del sentido, de la forma de proyectarlo (o, mejor dicho, expresarlo, en el caso de la palabra), y de los efectos que producirá en quienes deban apreciarlo.

Para Merleau-Ponty, la lengua, como fundamento de la palabra, es aquel sistema que permite la expresión de un número infinito de pensamientos a través de un número finito y conocido (o al menos conocible) de signos. El pensamiento en la palabra supone la relación única de un ser con el mundo: el sentido que se construye mediante la palabra no podrá ser completamente reconstruido por otro individuo, y en ello se encuentra la riqueza de la expresión, y el germen que acaba con toda ilusión de traducción.
La palabra no dota de exterioridad a un pensamiento hecho, sino que lo realiza en un doble movimiento que permite, a la vez, hablar de la experiencia singular de una subjetividad con el mundo: se trata de un gesto lingüístico, un acto de señalar el mundo de las cosas en que se desenvuelve la corporeidad a través de la lengua. Pero no hay por ello que pensar en el inequívoco de la significación o en la identidad entre lo representado y la palabra, y menos todavía en un concepto especular, puesto que la dimensión expresiva (“…una vacilación, una alteración de la voz, la elección de una cierta sintaxis…”) diluye la idea de transparencia en el lenguaje, en lo que Merleau-Ponty dio en llamar la “cuasi-corporeidad del significante”.
No es factible creer que el pensamiento sea un texto ideal que las palabras debieran “traducir”, expresar nuevamente en un afuera. Se habla del lenguaje no como un medio, sino como un ser.
A través de su estilo, los pintores y los escritores ponen de manifiesto el modo singular en que ven el mundo, en que se relacionan con él: tanto la pintura como la literatura son formas de crear (y “celebrar”) el mundo mediante una reinterpretación estética de la percepción.
El “estilo” no es sino una forma de recrear el mundo que se ajusta a los valores, creencias o jerarquías del artista, categorías presentes en la percepción e inconscientes para él, pero reconocibles para los demás en la forma una “deformación coherente” de los datos sensibles. La mirada de un sujeto sobre el mundo no involucra sólo el reconocimiento de los objetos, una percepción libre, sino condicionada por la propia existencia que hace ver allí donde hay, por ejemplo, una mujer, el símbolo de “una manera de habitar el mundo, de tratarlo, de interpretarlo por el rostro como por la vestimenta”. En definitiva, un estilo único que percibe distinto de otro, pero plasma en uno reconocible por (y para) otros. Puesto el pintor en esta relación única con su mundo, los efectos de “deformación coherente” del estilo resultarán más comprensibles (“metamorfosis”).
Junto a la dimensión perceptiva del estilo, existe una dimensión motriz, igual de singular, que la acompaña. Se trata de un poder de formulación motora capaz de realizar transposiciones: es la dimensión material y de las cosas percibidas que tiene, en el artista, su correlato en la mirada del mundo. La acción expresiva está condicionada por nuestra capacidad innata de “mirar” y de desenvolvernos (“movernos”) en el mundo. En este sentido debe concebirse el cuerpo como un sistema consagrado a la inspección de un mundo. De esta manera, toda percepción, y toda acción que a ella la suponga, es un acto de “expresión primordial”. Por ello podemos hablar de una unidad del estilo humano que supera cualquier frontera espacio-temporal, y hace de toda la producción del arte una sola.
Lo mismo sucede con la literatura, otra “deformación coherente”, otra puesta en escena de un estilo singular en el que un lenguaje no busca representar las cosas de la manera más pura y objetiva, aunque, a diferencia del pintor, quien niega el pasado, cuya creación está siempre por hacerse, el escritor se apropia de la lengua dada para dar forma a la expresión.

En la práctica del diseño, la palabra ocupa un lugar diferente (distintivo, o singular) al protagonizar una de las dos modalidades que parecen caracterizar el pensamiento y la creación de la obra.
Por un lado, existe la creencia de que en el acto de pensar la obra no hay más que un saber práctico, de tipo artesanal (un “oficio”) del que se halla ausente la palabra, y con ella, el pensamiento y la reflexión sobre la creación, estando el proceso depurado de todo conceptualismo rebuscado, siendo la más fiel representación de lo que es un saber eminentemente técnico y práctico. Se trata de un “pensar con imágenes” que no niega la existencia de un mundo lingüístico (exterior al mundo de las formas puras en el que se cree vivir), sino que viene a complementar ese mundo con un pensar a través de las formas, yuxtapuesto a aquél, por lo que seríamos, alternativa e intermitentemente, sujetos de la imagen, y sujetos de la palabra.
El nexo entre ambos mundos (el de lo visual y el de lo reflexivo a través del lenguaje) sería tendido por una operación intelectual a la manera de las funciones de anclaje y relevo expuestas por Roland Barthes: la palabra y la imagen forman, juntos, una nueva significación, más completa que si se tratara de una existencia singular y excluyente. El texto vendría a dar cuenta de lo que no está en la imagen, y la imagen, de lo que no está en el texto.
Del otro lado se encuentran las teorías reflexivistas, que llegan al punto de pensar la creación de la obra como un proceso signado por el pensamiento desde el momento en que los saberes y conocimientos necesarios para la creación fueran aprehendidos, por lo que todo sería una prefiguración constante.
Sin embargo, y rescatando lo que Merleau-Ponty decía acerca del pensamiento y la palabra, parece necesario reconocer que a lo verbal le corresponde un lugar en lo visual, en el génesis de la imagen. Si consideramos esta creación del mundo en la palabra, lo visual resulta inseparable de lo verbal.
De esta manera, se habla de dimensiones que se interrelacionan, vinculan y suponen una a la otra. En tanto se considere lo visual y lo verbal como un lenguaje, puede hablarse de una traducción posible. En tanto dimensiones, el cuerpo es el encargado de garantizar la equivalencia: lo visual y lo verbal se dan en el cuerpo.

Al respecto de las prácticas, Pierre Bourdieu sostiene que ellas se deben, antes que a un esfuerzo de reflexión consciente y determinación del sentido, a la interiorización de ciertas condiciones objetivas impuestas por la dinámica de clases.
El habitus es el concepto que da cuenta de esta dinámica particular, que parece encerrar y condicionar las prácticas desde el momento en que, para Bourdieu, el habitus se compone de sistemas de disposiciones duraderas y transferibles, “estructuras estructuradas” y “estructurantes” de ciertos esquemas de percepción, que darán lugar a prácticas orientadas hacia un fin que lo es para los agentes sólo de manera inconsciente. De esta manera, los estímulos se hacen presentes a los sujetos, o, mejor dicho, son reconocidos por los sujetos que están condicionados para leerlos (identificarlos como tales).
La efectividad del habitus para condicionar a los agentes de una clase dada es tal que si puede verse una identidad entre las probabilidades de acceso a un determinado bien y las esperanzas propias del sujeto para obtenerlo (probabilidades objetivas y esperanzas subjetivas), es porque se haya inscripto en el individuo la idea de un cierto destino inevitable que regula toda su relación con lo posible. Por ello, lo que se aleja de este camino tendido por la objetivación de sus condiciones de existencia adquiere el aire de inalcanzable, se encuentra fuera de la imaginación prefigurada por el habitus.
Bourdieu reconoce la existencia de una cierta libertad que excede sólo parcialmente las condiciones del habitus. Como principio generador y esquema de percepción, el habitus tiende unas fronteras dentro de las cuales se desarrolla todo pensamiento “libremente”, aunque esta libertad está restringida por las propias condiciones de producción histórico-social. El habitus determina qué deberá considerarse “sentido común” y qué es “razonable”, y en este mismo movimiento inaugura también lo opuesto, en un proceso carente de violencia que no reviste la esencia de una exclusión o censura, sino, más bien, de una anticipación que niega.
Antes de encarnarse en el individuo, el habitus es habitus de clase, un sistema colectivo de esquemas de percepción (y “apercepción”), susceptible de ser reapropiado con un estilo particular en el individuo, aunque esta distinción represente sólo una leve desviación de la norma respecto del estilo de una época o una clase.
Al condicionar ciertos esquemas de percepción, al tender a ciertas prácticas y al evitar otras, el habitus entra en un círculo vicioso de que lo lleva a defenderse del cambio, pero también a afianzar sus propias condiciones de existencia.
De esta manera, Bourdieu planta una crítica severa a la idea de la práctica en tanto se la entienda como una determinación del libre pensar, porque ¿cuánto hay de verdadero pensamiento si lo que se ve es lo que se aprendió a ver, y no se verá nada más que aquello a lo que estructuras predefinidas por las condiciones sociales y la presión de las estructuras objetivas han condicionado al sujeto?