viernes, 1 de junio de 2007

Tanatofilia 2

Así que llegó el día. Yo ya me imaginaba que las cosas iban a terminar así con la pobre gatita.

Ya la cuestión del parcial que tan mal terminó al final, me venía facilitando unas escenas mentales sumamente negativas. Eran imágenes terribles: si no veía a la gata devorada por el perro (que en realidad jamás atinó a devorársela para comérsela sino para otra cosa), la veía atravesada por un cólico tremendo a causa de haberse comido el veneno para ratas escondido en el depósito después de escaparse de la oficina por una puerta entreabierta en la desidia olvidadiza de alguien que no tenía previsto lo mismo que yo. Intenté mentalizarme durante toda la semana de que se trataba solamente de una imaginación excesiva y de un sabor por la desgracia que todavía no se me sacudía de encima después de un sábado de mierda.

El lunes, cuando la pobre gatita volvió a la oficina, una de las primeras cosas que hizo fue escaparse de la oficina. Por supuesto que me resultó terrorífico. Siendo tan chiquita era capaz de meterse por cualquier lado. Y seguro iba a comerse el veneno. Si las ratas se lo han comido, ¿por qué la gata no habría de hacerlo también?

Yo adivinaba la sensación que tendría cuando llegara a casa después de que por fin pasara esa tragedia que yo anticipaba con tanta ansiedad enfermiza: imaginaba el asiento de la silla donde se echaba a dormir mientras yo intentaba en un patético (pero innegable) esfuerzo de estudiar, meterme por la fuerza en la cabeza toda una sarta de cosas que terminaron por rebotarme en la frente, la sensación que tenía cuando me chupaba desesperadamente la oreja, creyendo con tristeza que a lo mejor los gatos extrañan a sus madres por amor y no por instinto, lo que me hacía sentir mucho peor si le llegaba una muerte triste, estúpida, evitable, solitaria, dolorosa, en un lugar desconocido y aterrador para ella. ¡Semejante cuerpecito retorciéndose por el veneno paralizándola y fundiéndole las tripas y sin nadie que tuviera el coraje de terminar con esa desesperante agonía!

Así que cada vez que veía la puerta abierta, cada vez que alguien entraba o salía de la oficina y dejaba la puerta apenas entreabierta, yo entraba en pánico y todas estas imágenes me pasaban por el cerebrito hinchado de pensar en cosas negativas.

Confieso que posiblemente no haya hecho cuanto estaba a mi alcance para evitar el desastre. Mea culpa Y esto a veces me hacía sentir mal también. Porque la idea de juntar todos los recipientes plagados de veneno la tuve, pero nunca llegué a realizarla. ¿Cómo congeniar esta necesidad imperiosa, tanto para el bienestar de la gatita sin nombre como para mi tranquilidad mental, con las obligaciones laborales cotidianas? ¿Sería un estúpido por abandonarlas o echarlas a un lado mientras ponía toda la concentración y energía que uno puede invocar en horas inhumanas de la mañana a recorrer el depósito buscando de a un centímetro cuadrado a la vez el escondite del veneno? Al final terminé creyendo en esto.

Y a fuerza de pensar en esto, los esfuerzos que yo hacía para mantener a la gatita sin nombre en jaque evitando que no escapara de la oficina fueron disminuyendo en constancia e intensidad. Yo me vi obligado a detener esto por la sencilla razón de que lo había llevado a límites extremos. El día que la gata escapó, golpeé nuevamente mi mano derecha a propósito contra una pared (léase "le pegué flor de trompada a la pared") y el nudillo que me había lastimado el sábado anterior en un berrinche similar se resintió más todavía y no pasó un momento del día, durante dos días, en que yo pudiera cerrar el puño sin pequeñas pero dolorosas molestias. Y ayer, por última vez, dejé la gata encerrada en la oficina donde yo suelo trabajar, por mi miedo de que bajara las escaleras y escapara hacia un destino que sabía inevitable. Y encontré que la puerta se había trabado. Claro, era previsible que esas cerraduras de pomo con botón se trabaran. Son una mierda. Así que busqué con desesperación, mientras la gata lloraba en la última soledad que habría de sufrir, una puta llave que abriera. Por los paneles de acrílico transparentes de la pared de durlock imitación madera se podía ver a la pobre gatita sin nombre llorando desde adentro. Y miraba como si dijera "Hijo de puta, volvé, me encerraste y me dejaste con la estufa encendida y las ventanas cerradas". Ciertamente, después de pensar esto noté que mis nervios estaban deshilachados y mi psiquis, muy pero muy averiada. Pero ¿quién no lo hubiera pensado también, de haber visto, como yo, a la pobre gatita sin nombre trepada en una silla, con las patitas apoyadas en el vidrio, gritándote "traidor"? Así que hubo que desarmar el pomo y la cerradura y forzar con un destornillador el pestillo para abrir la puerta. Y esa fue la última vez que la gatita sin nombre quedó encerrada en la oficina. Y después escapó otra vez hacia el depósito. Una última vez.

Yo sabía que las cosas iban a terminar así. Estuve con esta certeza una semana en la oficina, y hoy por fin se terminó la ansiedad. Y todo terminó así:

"¿Me llevo a la gatita este fin de semana? Pero el lunes no vuelve, eh".

Y acá la tengo. A salvo del veneno, pero no de la libido del perro. Y era lógico: ya todos estaban encariñados en casa con la gata. El perro más que nadie, certo, pero los humanos también. Y ahora está en la habitación, durmiendo al sol, esperando que alguien se digne a ponerle nombre. A mí me gusta Isabel. Isabel me suena a nombre de gata y además, si la ves, parece que le pega a ella también, toda grisecita, con las patitas y el pechito suavecito, como si fuera una estola, de color blanco.

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