domingo, 3 de junio de 2007

Paisajes

El frío de las mañanas me resulta insoportable. Por lo menos en esta época. Ahora es otoño. Pero el invierno es peor, y es más extraño, porque empieza con días de mucho frío en los que cada exhalación mientras uno camina se convierte en una niebla densa que lo acompaña, y después, casi como de la nada, la saga de días helados se corta y empieza a hacer un poco más de calor y la gente se maravilla de lo loco que está el tiempo. Y esto es algo que uno sufre, porque yo tengo la idea de que los días fríos de otoño se padecen mucho más que los de invierno a causa de que uno se ha acostumbrado a la tibieza de marzo y la heladera de abril y mayo cae muy pesada, y luego los días de primavera con veinte grados resultan agobiantes y caribeños, al abrigo de un sol patético desprovisto de maldad estival, porque empiezan a perforar bastante antes de tiempo y en forma caprichosamente aleatoria los días en el almanaque como si se tratara de un juego de batalla naval, justo cuando uno ya casi empezaba a disfrutar de las heladas. Las mañanas de verano no son mucho mejores, pero lo bueno del asunto es que uno se levanta más rápido de la cama (a veces con un asco excepcional por el abrazo enmarañado de las sábanas retorcidas en una noche tormentosa de mosquitos que zumban en los oídos a vuelo rasante y acechan en las esquinas oscuras, inmunes a la pestilencia del espiral que se filtra por la ventana abierta desde el departamento de la vecina de abajo) y extraña menos dormir cuando le corresponde empezar un nuevo día.

Y yo pienso en esto muchas mañanas mientras camino a la parada del colectivo, y a veces también pienso en otras cosas. Por ejemplo, en la forma en que, de una u otra manera, la monotonía del paisaje se rompe a causa de unas botellas de cerveza destrozadas en la vereda que es necesario esquivar y que pueden ser testimonio de una gresca o una desgracia amorosa (o las dos cosas), o en la presencia errática de un borracho que revolotea un árbol debatiéndose en tremenda duda si es mejor vomitar o intentar mantener el alcohol asentado en la barriga. Pero esto pasa muy pocas veces. La mayoría, los borrachos se echan a dormir en el pavimento. A pesar de esto, yo llego contento a la parada del colectivo porque en esa esquina tenebrosa e imprevisible está la cabecera del recorrido, y los colectivos salen siempre vacíos y yo eludo la suerte de quienes suben en la parada de la estación Constitución, donde se los coches se cargan con tantas personas que una vez, en un día que los subterráneos no funcionaron porque estaban de paro, me fue imposible bajar donde debía a causa de toda la gente apretada y de pie, y habiéndome pasado por varias cuadras tuve que tomarme un taxi en la dirección opuesta para llegar tarde a trabajar.

Esa esquina donde para el colectivo me resulta muy interesante. Es uno de esos lugares en donde uno puede imaginar con facilidad la forma que habría tenido un siglo atrás. No tanto por los edificios que se caen a pedazos, que son en realidad construcciones magníficas y verdaderos testimonio de la historia, como por la presencia del viejo puente trasbordador Nicolás Avellaneda, y del riachuelo intoxicado que algunos barcos, muchas veces cargados de arena, gravilla o cemento, igual de derruidos y avejentados que el puente, se animan a transitar todavía, en un ritual repetido durante décadas, barcos que se alejan y anuncian su partida milagrosa con tres bocinazos afónicos a cualquier hora del día, propulsados más por la gracia del Señor que por unas hélices oxidadas que agitan con mucho trabajo la podredumbre del fondo en remolinos terroríficos para los gondoleros que cruzan gente somnolienta de un lugar de miseria en la ribera opuesta, a otro donde la miseria es de una especie diferente. Hay un bar cruzando la calle, enfrente del puente a cuyos pies hay un cuartel de bomberos de la Policía Federal, y a unos metros de la parada donde yo espero con paciencia la salida del 46. Es fácil mirarlo y suponer que está ahí desde hace cien años. Hasta hace unos meses era posible ver la madera original de las puertas y las ventanas hinchada y gastada, cuyo encanto sería distinto si el daño se debiera a una corrosiva pero poética brisa marina cargada de salitre y humedad, y no a la desidia de un dueño que nunca hizo nada por repararla. Y a mí me resulta divertida la idea de pensar que el dueño que lo atiende sea el mismo que lo inauguró, o su espectro perseverante que atiende todavía un par de mesas pulgosas donde toman cerveza con maní podrido unos clientes igual de cenicientos y fantasmagóricos que él. No sé quién tuvo el coraje de cerrar ese bar unas semanas atrás. Le taparon las aberturas con unas cortinas metálicas, pero no a forma de mortaja por el resto de la eternidad, como yo creí, porque hace unos días lo inauguraron de nuevo, y pintaron las paredes, reemplazaron las mesas y sillas de antaño y pintaron atractivos carteles de colores en las vidrieras para turistas desprevenidos con estómagos incautos o aventureros que idealizan una comida con vista al Viejo Puente. Pegando la vuelta a esa esquina, sobre la calle que divide a la civilización con su Teatro de la Ribera y el museo de Quinquela Martín, de la villa barbárica que se desparrama más allá del cuartel de bomberos, del bar, de la parada y del puente impreso en postales, hay una serie de locales de mala muerte con nombres estrafalarios, como “El Cocodrilo”, donde los colectiveros y los marinos de las barcazas areneras se juntan con sus amantes desdentadas, o juegan al pool en unas mesas de fieltro gastado que hace a las bolas disparar en cualquier dirección y terminar los partidos, de resultados imprevisibles para los incautos e inexpertos jugadores, con repercusiones violentas sobre la vereda durante las cuales vuelan las botellas que encuentro astilladas a la mañana siguiente. Lo de “amantes desdentadas” me lo dijo un conocido, a quien el barrio a pesar de todo le resulta pintoresco. Y me describió una imaginaria escena bastante patética y bizarra donde las mujeres les presentan sus hijos bastardos a unos hombres de camisa celeste y les dicen: “¿Ves? Éste es tu papá. Creo”.

Si bien algunas escenas son extrañas o incómodas de presenciar, como las de un borracho a quien le roban las zapatillas, a mí me resultan réplicas extrañas de un centenar de escenas similares repetidas a lo largo de la historia. Y puedo ver en esta misma escena a un borracho durante la Edad Media, o a un obrero desgastado después de una jornada agobiante en las primeras industrias inglesas del siglo XIX. Y para mí es como viajar en el tiempo, y me pregunto de verdad si algo cambió.

2 comentarios:

Sol! dijo...

Tantos déjà vu en nuestro Buenos Aires Querido.
Sacarte adjetivos habrá sido un trabajo dificil. Pero como te dije antes, es una experiencia y, como tal, enriquecedora. Bonito escrito.

Nahuel dijo...

¿Le sobran? ¿Está exagerado? ¡Contame! ¡Feedback! ¡Comunicate!

Jajaja.