sábado, 15 de diciembre de 2007

Cien

No sé por qué rompí la tarjeta de Navidad que me había regalado "Grace". Supongo que por no haberle podido encontrar un lugar fijo. De cualquier manera, no me gustan las tarjetas de Navidad. Tampoco me gusta la Navidad, como a muchos otros, que en vez de ser desagradables, aburridos o aguafiestas, quieren pasar por interesantes. "Ahí va ese al que no le gusta la Navidad", dicen los que lo ven, y a la denotación con el dedo índice sigue un frotarse de la barbilla y un "Mirá vos". A mí no me gustan las fiestas y punto. Nada de querer ser interesante ni mucho menos. Y no es nada con Papá Noel, porque tampoco me gusta Año Nuevo.

Esa tarjeta de Navidad que rompí algún tiempo después de que me la regalaran hoy tendría un valor incalculable. Y dentro de unos años hubiera tenido más todavía. Decía algo así como "Espero que el año que viene estemos trabajando juntos (o podamos trabajar juntos)", y lo más importante, una línea de exclamación decía "si nos dejan". "Si nos dejan". Irónico.

Grace (notada en otra parte como "la gerencia"), L. B. C. y yo intercambiamos tarjetas. Fue un momento muy incómodo. Porque si hay algo que me disgusta más que las fiestas, es escribir cursilerías. Idioteces. No le veo el sentido a escribirse deseos imbéciles que se desean sólo porque existe una tradición imbécil y un calendario estúpido que dice cuándo, exactamente, hay que hacerlo. "Que el año próximo nos encuentre prósperos y felices", "Le deseamos muchas felicidades y un próspero Año Nuevo. Felices fiestas". No puedo invocar esas estupideces a voluntad. Por lo menos, no sin un esfuerzo previo que es bastante grande.

Y las tarjetas tienen un diseño estúpido también. Algunas traen deseos en varios idiomas. Y eso me trae problemas, porque no puedo poner "Felices fiestas" y nada más, lo menos cursi que se me ocurre, como es mi intención siempre que tengo que escribir una tarjeta. No puedo hacerlo porque la tarjeta desea "Felices fiestas" en muchos idiomas. Inglés, portugués, francés, italiano y castellano. Creo que esos eran los idiomas. Le gana a cualquier cosa que yo pueda decir, que dicho sin ganas, como lo digo yo, en realidad no es nada. Y cuando no traen deseos políglotas, vienen con el estúpido dibujito de la paloma con el ramo de olivo en el pico.

Si ya me resulta difícil escribir una tarjeta de Navidad, más difícil todavía era escribírsela a Grace. Así que con L. B. C. le hicimos una tarjeta conjunta. No sé qué le dije. Seguramente algo gracioso, como para salir del apuro. Siempre digo algo gracioso, o que pretende ser gracioso, o que al menos a mí me parece gracioso, cuando estoy en un momento incómodo. Cada quien tendrá su manera de salir del incómodo. Yo encontraba psicológicamente relevante el hecho de que después de tres años de relación, no asomara un sentimiento más o menos agradable para plasmar en una estúpida tarjeta navideña. Y eso es algo sobre lo que podría reflexionar. Pero ese es otro tema.

A L. B. C. no recuerdo haberle hecho una tarjeta. Grace sí le hizo una. La que me había hecho a mí pasó mucho tiempo reposando sobre la caja con los regalos navideños que fueron abandonados: una sidra (cuya presencia/persistencia en la heladera acabo de verificar), un pan dulce y un turrón casca dientes. Lo que no me gusta. Sobre todo el turrón, que venía con una especie de película azucarada que parecía papel. Comerse un bocado de ese turrón Arcor en forma de torta era como masticar cartón envuelto en hojas de diario. Un asco. Por lo general, la garrapiñada es lo primero que vuela, junto con las almendras, o el chocolate con pasas de uva, o los bombones de Bonafide.

Como era de esperarse, el pan dulce se mufó dentro de la caja, y el turrón, por increíble que parezca, se endureció más todavía dentro del envase original, ultrajado con pocas ganas en el furor de descubrir si era blando o tieso, como se suele hacer con los turrones. Esa es otra tradición festiva de diciembre: averiguar la consistencia del turrón. Eso es interesante.

Más o menos cuando decidimos que era hora de tirar la caja, también habré tirado la tarjeta. Me acuerdo que la rompí en pedazos y la tiré a la basura. Eso habrá sido en marzo. O abril.

A dos meses, L. B. C. había volado. Un tiempo después, Grace también, durante un episodio especialmente violento y pintoresco, que empezó con un mal día en el que terminé haciendo una denuncia en la comisaría, que no me trajo sino más trámites y una declaración judicial que todavía hoy promete repercusiones o bises indeseables. Y por lo que sé, el episodio todavía no termina.

Casi seis meses después de eso, yo vuelo. Aunque volar no sea el término indicado. Porque no me hicieron volar, ni yo volé, como por una explosión. Nada explotó. Más bien fue una mezcla de ignorancia, estupidez y paranoia. Así que mi vuelo fue una cosa precipitada por una suspensión idiota, como las tarjetas de Navidad, a la que siguió una conversación interesante, una promesa increíble y un cumplimiento que resultó ser todavía más increíble. O extraño.

El jueves tuve que mandar un correo electrónico para pedir la liquidación. Dije algo así como:
M. (referida en otra parte como "señora respetable"),

te pido por favor que en cuanto tengas la liquidación, me la envíes por correo electrónico así la puedo revisar y terminamos con este asunto pendiente, que ya se está estirando demasiado.

Saludos,

N.
Unas horas más tarde, como a eso de las dos, un mensaje en el celular me decía que pasara hoy (por ayer, viernes, porque ya es sábado) y fuera a cobrar.

Se me ocurrió que el apuro estuviera envuelto en alguna sórdida táctica para aprovecharse de mi ingenuidad, inocencia o debilidad de carácter, y entregarme una liquidación mal calculada, como es propio del matriculado contable.

Así que como a eso de las dos llegué a la empresita, donde me recibieron con la noticia de que el cheque que me iban a dar se había extraviado, junto con otros diez mil pesos que eran para depositar. Pero eso no importó. Media hora más tarde, yo me estaba yendo con más plata de la que me hubiera correspondido y el sorpresivo anuncio de que si alguna vez necesitaba una recomendación, ella iba a dármela.

El honor quedó intacto.

Mientras esperaba el 46 con $1700 pesos en efectivo guardados en mi morral guerrillero, pensé varias cosas.

Primero, me di cuenta de que nada de esto había sido por la plata. Lo que tenía en el bolsillo no me importaba. Bueno, sí me importaba. Pero la resolución del problema que nos terminó por distanciar no se resolvía con plata. Era algo más complejo. Tenía la plata y no me sentía mucho mejor.

Después me llamó mucho la atención que las cosas hubieran terminado tan bien. Me fui de ahí por última vez sin saludar a nadie salvo a la "señora respetable" (y las comillas no son irónicas), y no sentí nada. La sensación que tengo es que cualquier día puedo volver y seguir trabajando ahí como si nada. Y es que en realidad habrán entendido que, literalmente, no pasó nada. Porque no hay lógica que sostenga motivo alguno para que yo hubiera hecho lo que creyeron que había hecho.

Y al final, estaba la cuestión de la recomendación. "Si alguna vez necesitás una recomendación o una referencia, deciles que me llamen". Mierda. Podés pagarle al delincuente que suspendiste. Podés pagarle más de lo que le corresponde. Pero bajo ninguna circunstancia, si es un delincuente, le ofrecés una recomendación. Salvo que, y esto me desconcierta:
  • no creas que es un delincuente.
  • sepas que no es un delincuente.
  • sepas que obraste mal, acusándolo de algo que no hizo, y temas que tome alguna medida judicial.
  • temas que le salga de testigo a la otra parte involucrada en el litigio comercial y penal que preparaste unos meses antes, como es el caso de L. B. C., según supe, y quieras sembrar la simpatía del inocente empleadito.
No sé en qué pensar.

Yo supongo que prevaleció la razón y mi honor quedó limpio.

Nunca hubiera pensado que la entrada número 100 iba a ser esta, como tampoco que ese "espero que trabajemos juntos si nos dejan" iba a terminar siendo tan premonitorio e irónico, ni que fuera a extrañar alguna vez a esa estúpida tarjeta navideña.

La puta madre. Hoy tiene un valor incalculable.


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