sábado, 22 de septiembre de 2007

Forajidos

Ayer vi que se estaba por estrenar en Estados Unidos una película sobre Jesse James. Se llama "The Assasination of Jesse James by the Coward Robert Ford". El título, aunque uno no sepa inglés, revela no sólo la trama, sino el final. No el final cronológico, porque a los directores y los guionistas se les da por estos días el antojo (algunas veces) de empezar las historias por el final, o por la mitad, lo que no es un recurso desdeñable: de hecho, el recurso narrativo puede hacer de una historia mediocre una obra maestra. Pero esta no es la cuestión.

Yo no vi la película. De hecho, no muchos la vieron, porque se estrenó ayer. Lo que es interesante es la historia de Jesse James como puede leérsela en Wikipedia.

Fora exido (forajido): literalmente, "salido afuera". Dícese del delincuente que anda fuera de poblado y huyendo de la justicia. Eso era Jesse James: un pistolero loco, ladrón de bancos, asesino, de temperamento cambiante, y, en el fin de sus días, un desconfiado paranoico que no largaba sus pistolas. Y con razón.

La vida de atracos improvisados, escapadas gloriosas, tiroteos furibundos, no es muy distinta de lo que uno pueda imaginar a partir de estas caracterizaciones, ni muy diferente de lo que se ve en las películas del lejano oeste norteamericano, y por eso no la voy a contar. Lo interesante, como en la mayoría de las historias, es el final.

Habiendo sido los miembros de su pandilla asesinados, arrestados o atacados por una tímida conciencia o un profundo terror de la justicia (la horca), Jesse James optó por retirarse. Hizo a un lado su pasado criminal para irse a vivir, junto con su mujer y sus hijos, a una linda casita en Saint Joseph, Missouri. Se llevó consigo a los hermanos Ford, Bob y Charley, para protegerse mejor. Protegerse, en este caso, significaba que seis pistolas disparaban mucho mejor que dos. Charley Ford había trabajado con Jesse James años antes, pero su hermano Bob era un recluta novato. Y además, un traidor que negociaba con el gobernador de Missouri los términos de la recompensa que le entregaría a cambio del forajido Jesse James.

Lo que pasó la mañana del 3 de abril de 1882, según lo cuenta el asesino, fue que él y Jesse James se dirigieron a la ciudad a comprar el diario, como lo hacían habitualmente, antes de desayunar en la plácida cocina de la casita de Saint Joseph. Cerca de las ocho de la mañana, James leía el St. Louis Republican sentado de espaldas a su fiable Bob. Rodando la vista por los párrafos del diario reparó en una noticia que lo sorprendió.

—Mirá vos —dijo, o algo equivalente—: se rindió Dick Liddil.
Y dirigió una mirada penetrante a su compañero, sentado al otro lado de la mesa.
—Creo que me dijiste que no sabías que Dick Liddil se había entregado —prosiguió.
Robert Ford le dijo que no sabía.
—Bueno —dijo James—, sea como fuere, es muy raro. Se entregó hace tres semanas, y vos estabas en el pueblo entonces. Parece sospechoso.
Jesse James clavó los ojos celestes en su asesino. Robert Ford se puso de pie. Caminó hacia la otra habitación. Al rato, no mucho después, oyó que James echó la silla atrás y caminó también, pero se detuvo a la entrada del cuarto, y dijo, como un espejismo del fantasma que sería poco después, calma y dulcemente, con una sonrisa:
—Bueno, está bien, Bob. No pasa nada.
Y el asesino supo entonces que Jesse James lo iba a matar. Se dio cuenta de que no lo había engañado. La noticia del estúpido Dick Liddil lo había cagado todo. Pero así como se había percatado de esto, adivinó con buen juicio que Jesse James no iba a matarlo en su propia casa, desparramándole a tiros los intestinos por el suelo de la plácida cocinita de Saint Joseph, donde se sentaban a comer su mujer y sus hijos.
Jesse James era una luminaria. Inteligente y paranoico, supo él también que las cosas tenían que terminarse. Sabía que esa sonrisa fingida y ese "Bueno, está bien, Bob", forzado por una desesperación frenética desde el momento en que manifestó extrañado la presencia casual de su asesino legendario al momento de la captura infame de Dick Liddil, no alcanzaban para disimular sus intenciones frustradas de matarlo, filtradas en sus torcidos, penetrantes y sinceros ojos celestes.
Así que hizo lo que hacen los criminales cuando saben que están comprometidos. Caminó lentamente hacia la cama y se desabrochó el cinturón que cargaba sus cuatro revólveres mortales. Disfrazó la situación como sólo un bandido sabe hacerlo. Pero fue inútil. Nunca antes Robert Ford había visto a Jesse James andar sin sus pistolas. Olfateó su desesperación. Jesse James disimulaba. Volvió a la cocina, y mirando un cuadro en la pared exclamó:
—Ese cuadro está mugriento de polvo.
Bob Ford confesó en la carta al gobernador que en ese cuadro no había una sola mota de polvo.
Jesse James acercó una silla a la pared y se subió, dispuesto a sacudir la roña inexistente. El fiable Bob desenvainó su arma, tiró del martillo con el pulgar y acertó el disparo detrás de la oreja del pistolero loco, que cayó muerto como un tronco.

Robert Ford nunca ocultó el papel que había desempeñado. De hecho, luego de cobrar la recompensa por el asesinato y de haber sido perdonada la condena que lo hubiera hecho morir en la horca (ambos regalos pactados de antemano con el gobernador Thomas Crittenden), el fiable Bob se ganó la vida posando para fotografías como el hombre que había matado a Jesse James. Años después podía vérselo recreando en los escenarios improvisados de los teatros de madera del viejo oeste, haciendo de él mismo, la escena gloriosa en que Jesse James suspiraba por última vez, encaramado en la silla, sacudiendo el polvo de un cuadro en la pared de la cocinita de Saint Joseph, cuya placidez no podía ser reconstruida en ningún escenario de ningún teatro. La madre de Jesse James escribió su epitafio: "En memoria de mi querido hijo, asesinado por un traidor y cobarde cuyo nombre no merece aparecer aquí".

En mayo de 1892, Bob Ford abrió una casa de cambio en Creede, Colorado. Seis días después, el 5 de junio, todo el distrito comercial fue devorado por las llamas de un incendio monumental. Su casa de cambio quedó destruida. Improvisó entonces una taberna hasta que la fortuna le sonriera de nuevo.

A Robert Ford no le resultaba fácil acomodar las lonas precarias que guarecían de la intemperie y la desgracia a su taberna de maderos quemados. Habían pasado tres días desde el incendio y todavía tenía problemas para disponer en orden los licores sobre unos estantes que aún echaban humo y estaban tibios. Estaba en eso cuando escuchó que alguien a sus espaldas dijo "Hola, Bob". Era Ed O'Kelley. Pero Bob nunca supo quién lo llamaba, porque en cuanto se dio vuelta, el joven Ed le disparó una lluvia de perdigones al cuello.

Entonces Ed O'Kelley se hizo famoso como el hombre que mató al hombre que había matado a Jesse James. Claro que no llegó a disfrutar mucha de esa fama, porque se pasó diez años preso, y para cuando salió, en 1902, debido a unos problemas de salud, ya nadie lo recordaba. Un año más tarde estaba matando el tiempo en un hotel de Oklahoma cuando un policía lo arrestó alegando que tenía la catadura de un tipo sospechoso. La policía lo soltó de inmediato.

La noche del 13 de enero de 1904, Joe Burnett paseaba por la South First Street, frente al edificio McCord & Collins, cuando se cruzó con Ed O'Kelley, a quien saludó cortésmente. El pistolero lo reconoció enseguida como el policía que lo había arrestado un año atrás.
—Venís conmigo —le dijo—. Yo te voy a arrestar a vos, hijo de puta.
Le dio un golpe y desenvainó la pistola. El policía y O'Kelley empezaron a forcejear. El pistolero disparó varias veces.
—Te voy a matar.
El policía pidió ayuda a los gritos. O'Kelley no le acertó un tiro al policía, pero le había quemado la cara con la pólvora de los disparos. Cuando se le acabaron las balas, mordió las orejas del oficial. Le pudo arrancar pedazos de ambas. Un amigo de O'Kelley llegó al lugar y disparó al policía, pero erró el disparo y salió corriendo.
—¡Volvé! —dijo Ed—. Matemos a este tipo.
Un hombre escuchó la trifulca desde un edificio en West Main Street. Cuando se aproximó, Burnett le pidió ayuda.
—¡Soy un oficial de policía —dijo.
El hombre pensó.
—No sé si realmente sea un oficial de policía.
A. G. Paul, un estibador de valijas del tren, acudió desde el depósito cercano después de oír los gritos desesperados de los tres hombres en la confusión de la pelea. Se acercó al rabioso O'Kelley y lo sujetó por un brazo. La mano derecha del oficial Burnett quedó libre. Enseguida tanteó su cinturón, encontró el revólver, y disparó dos tiros al montón revoltoso. Ed O'Kelley murió como un perro en el medio de la calle. Cuando el polvo de la trifulca se asentó, el policía notó lo cerca que había estado de la muerte. Encontró el sobretodo agujereado a la altura de la espalda, sus guantes quemados, y la ropa chamuscada en el momento en que otros policías llegaban al lugar.

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