jueves, 20 de marzo de 2008

Ansiedad


No parece, pero pasó bastante tiempo desde que vi ese gato muerto en la esquina de Fernández de la Cruz y Rivera Indarte. Todas las mañanas, cuando iba a trabajar, era pasar por esa esquina y ver cómo estaba el gato. Primero me sorprendía de que día tras día siguiera ahí, recostado para siempre sobre un parche de césped raquítico entre cascotes y ladrillos; después, me maravillaba con la sensación de estar contemplando mi propia naturaleza muerta. Es como mirar una de esas grabaciones de platos de fruta pudriéndose en cámara rápida, sólo que en vez de cámara hay un par de ojos y varios días de por medio.

Un río de hormigas laboriosas serpenteaba desde un agujero en la tierra hasta el gato, ida y vuelta. Los ojos desaparecieron primero. Parecía uno de los dibujos animados de Tommy y Daly que ven Bart y Lisa Simpson. Tal cual. Después de un tiempo, quedó la cabeza casi pelada, y al final lo que alguna vez fue un gato era un saco de piel secada al sol, vacío. Como una media vieja.

No es que sea morboso. Esta es una de esas cosas que entran en la categoría de "cosas que pasan pero preferiría pensar o creer que no pasan", una estupidez del tipo "ojos que no ven, corazón que no siente". Mi corazón metafórico no sentía nada viendo ese gato. Pero todo cambió cuando encontramos a Olivia, que se descolgó de un árbol y pasó unos días en la oficina, y después terminó viviendo conmigo.

Entonces me empezaron a gustar los gatos. Y después de ver un gato de un mes de edad, ese gato podrido y viejo como una media seca (o podrido y seco como una media vieja) tuvo una tierna infancia. Por lo menos en mi mente. Y no sé por qué, pero cualquier animal que uno se imagine cachorro inspira pena o lástima. No creo que a los animales les inspire pena o lástima ver cachorros de su especie o de otra, que muchas veces son comida y muy sabrosa comida, sí señor. Pero seguro sienten lástima o pena cuando pierden a sus crías, o se las come algún depredador, pero no es una pena o una lástima emocional, sino más bien una darwiniana depresión de que haya un miembro menos de la especie para reproducirse. (Y es mejor pensar eso para no creer que los sentimientos no son sólo humanos, porque si no lo son, entonces lo que nos hace lo que somos, o creemos que somos, o quisiéramos creer que somos no es tan especial como creíamos o pensábamos, y somos más bestias de lo que admitiríamos durante una ocasional charla de café con alguien que de verdad fuera inteligente, y no como nosotros, que no lo somos tanto.)

Dentro de nueve horas, Olivia va a ser una de las que podría sentir esa lástima darwiniana. ¿Es castración o esterilización? No sé cómo se llama. Lo que sea, me da pena y nervios y molestia. Al principio me molestaba la idea de que la operación le cambiara el carácter para siempre. Como si fuera una especie de lobotomía, que la habría de convertir en un animal extraño, una simple intervención quirúrgica convirtiéndose en una terrible forma de imponerse contra la naturaleza, destruyendo el orden predeterminado de la existencia de una gata.

Pero después lo racionalicé pensando que la naturaleza no habría tenido con ella la misma deferencia amorosa que las personas con las que tuvo la suerte, o la desgracia de toparse. Más tarde, la racionalización estuvo yendo de la mano con la voz de la experiencia de los que sí saben cómo funciona esto, y dicen que el carácter no cambia. Pero sí cambia. Un poco. Y después está la cuestión del cáncer. Casi no hay posibilidad de cáncer con una gata castrada, o esterilizada, o como se llame.

Al vivir en un departamento, no hay muchas excusas verdaderas para sacarle los ovarios a nadie. Ni a nada. No es que se vaya de fiesta. No es que tenga gatitos. No es que pueda tener complicaciones o SIDA felino. Pero se acerca peligrosamente a las aberturas, y todas las aberturas de un departamento son peligrosas, salvo las enrejadas, y de esas hay. Pero el peligro siempre está. Hasta ahora, el riesgo más grande es que se escape por la puerta de entrada. En mi imaginación, se cae por la puerta del ascensor. Desde chico tengo un trauma con los agujeros de los ascensores. Hace mucho soñaba que el de la casa de mi tía dejaba de andar y se caía conmigo dentro. Hoy en día, eso tiene mucho más sentido, porque antes no habría reflexionado sobre lo viejo que es ese edificio, lo viejo que es ese ascensor, y lo factible que es una inminente desgracia. Pero por suerte el edificio tiene tres pisos, y aunque la caída del segundo sería fatal, al menos hay la esperanza de una oportunidad, considerando que el hospital Argerich está a tres cuadras.

Hoy a la mañana reservé el turno en la veterinaria. Doce horas de ayuno sólido, seis de ayuno líquido. Olivia cenó sendos recortes de carne de cerdo. Al mediodía llamé a la remisería y pedí un auto para las diez de la mañana. Espero que no me dejen plantado. Es lo que suelen hacer. A la tarde dormimos todos una siesta, el perro, Olivia, Lola, otra gata de un mes, y yo. Como a las siete de la tarde, metí a Olivia en el bolso en el que va a ir a la veterinaria, para que se vaya haciendo a la idea. Le gustó estar en el bolso. Aunque hacía calor se quedó sentada dentro. Cerré la cremallera y la volví a abrir, y ella miraba.

Lo que más me angustia es que no sabe lo que va a pasarle. Es estúpido, y ya sé que los beneficios superan ampliamente lo otro, lo natural, lo posible y lo probable. Pero es como planear un crimen, reservar turno, pedir un auto, preparar el bolso. Es como afilar un cuchillo y preparar bolsas de basura. Como planear un secuestro express. O planificar una lobotomía para un hijo mogólico.

Olivia se sienta y duerme plácidamente, sin saber lo que va a pasar, y yo no sé si tengo una mente oscura o soy demasiado considerado.

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