lunes, 7 de enero de 2008

Venganza

Anoche, tarde, mientras trabajaba en la redacción de unas notas, vi caminando lentamente por la pared amarillenta de la habitación, que es como de un estuco rugoso, una araña enorme, de color caramelo, o crema, con seis patas enormes y angulosas y delgadas, que mediría unos cinco o seis centímetros de largo.

La miré sorprendido.

Lo primero que pensé fue si sería venenosa. Claro que sí. Todas las arañas son venenosas. Pero su veneno es distinto, y sus efectos, diferentes para personas, y alimañas, o bichos. Había luz en la habitación, lo que es raro, porque yo prefiero estar a oscuras, o en penumbras, así esté escribiendo, como estaba entonces, o leyendo, como es casi habitual. El ventilador de techo estaba girando desesperadamente, revolviendo el aire y echando sin demasiada suerte un poco de fresco en la habitación caliente. Pero esta araña caminaba tranquila, y ni la luz, ni el aire, al que las arañas temen, bastando que uno les sople para que ellas se retuerzan y achicharren en una postura extraña, como de calambre doloroso, hicieron que se espante, huyera en despavorido terror, o sintiera la necesidad de mostrar algo de respeto, limitando su pavoneo.

Y la araña trepaba y trepaba por la pared de la habitación, detrás de la computadora, subiendo y alejándose hacia la sombra fresca y húmeda que hay detrás de una biblioteca, que ahora mismo estoy contemplando absorto.

La dejé vivir. Es una cosa que los humanos hacen con frecuencia. Se trata de una muestra de bondad, o mejor, una muestra de poder y piedad. Es un acto magnánimo tener la posibilidad de matar algo, y no matarlo.

¿Por qué habría de matar una araña? Me gustan las arañas. Comen mosquitos, polillas y cucarachas. Esta araña podría comerse una cucaracha voladora que tuviera la desgracia de quedarse pegada en su red traicionera.

Como a las dos o tres de la mañana quise salir de la habitación, y tenía la mano en el picaporte y estaba a punto de salir cuando la araña bajó trepando en forma de amenaza la puerta de madera, acercándose más y más a mi mano izquierda, colgando de la manija de acero. Entonces yo saqué la mano, y la araña dejó de caminar. Se quedó quieta, y yo la vi de cerca.

El cuerpo era chato y beige, de un color crema, como el licor Baileys. En un extremo estaba la cabeza, chiquita y aplanada, y en el otro el vientre por donde secretaba la seda que usaba para tejer su red. ¿Me quería picar? No sé qué pretendía la araña. A ciento cincuenta centímetros del suelo, ella debería saber mejor que yo que no estaba en condiciones de esperar nada. Pero después de haberla visto descolgarse violentamente de sus aposentos, yo supuse que tenía la intención de declarar la habitación como su dominio. Todas las cuatro esquinas serían de ella, y no habría ya ventiladores girando o luces encendidas.

Ante semejante insolencia, la única solución era matarla. Aplastarla. Hacerla crema. Crema de Baileys. Tamaña ofensa, amenaza desleal. Yo te perdoné la vida, ¿y me vas a picar? No. Esto se termina acá.

Entonces me alejé despacio de la puerta, que quedó entreabierta, dejando entrar a la habitación el aire que se agita a las dos o tres de la madrugada en la calle, y se filtra por las ventanas abiertas que dan al jardín del frente. Me agaché despacio, acercándome más y más a la cama, buscando no hacer ruido, como si el ruido pudiera amedrentar la insolencia, o insultar la soberbia de la araña imperial que me querría matar, y comer, y succionar, y enredar en seda y llevarme a su rincón, declarándose reina de la habitación calurosa de verano.

Puse las zapatillas como si me fuera a calzar, pero metí las manos dentro, en vez de los pies, y caminé lentamente hacia la puerta, descalzo, sobre la alfombra, sin hacer ruido, calzándome las zapatillas como guantes. En lo que habrán sido décimas de segundos, calculé que no sería la mejor opción matar a la araña en el aire, con un aplauso reverencial.

Seguramente se habrá sorprendido cuando una enorme zapatilla le cayó desde el cielo y la derribó de la puerta, en la que afanosamente se aferraba proclamando soberanía. Cayó con violencia, pero no se dejó aturdir, y caminó con valentía por el suelo alfombrado. Y las alfombras tienen su color. La araña se disfraza, se camufla, y corre con valor. Está llegando a esconderse en las entrañas penumbrosas del mueble de la computadora cuando otra zapatilla le vuelve a caer desde el cielo, donde no existe Alá, ni Jesús, ni Jehová.

¡PAF!

Yo dejé caer mi mano derecha otra vez. Era una escena increíble. La araña soberbia y yo, echados en el suelo alfombrado, a las tres de la madrugada. Cierto, yo había empezado a temer por mi integridad física. Y la araña también, después del primer zapatillazo. Eso es lo que hacemos las personas. Hacemos temer a los otros por su integridad física. Pero la araña no tenía de qué preocuparse. Era una cosa indolora. ¡PAF!, y nada más.

La mano cayó muy rápido. Pero ni la araña ni yo nos dimos cuenta, en la euforia del hecho, que la zapatilla no había hecho muy bien su trabajo. Más bien había puesto en pausa todo el asunto, y la cuestión todavía estaba por resolverse para uno u otro lado.

Por un momento creo que nos vimos a los ojos, ella y yo. Lo que no podía ver era por cuánto había fallado el golpe. Estaba agachado en el suelo, descalzo, sobre la alfombra color de Baileys, mirando la araña, por detrás de mi mano derecha, envuelta en la zapatilla negra. Pensé que había acertado a darle en las patas, y que le habría atrapado un par debajo de la suela. Los dos estábamos congelados, esperando ver cuál era el movimiento del otro. Así que, cuando ya habían pasado suficientes décimas de segundo, levanté el brazo derecho rápidamente, dispuesto a darle el golpe final.

Pero no hubo ¡PAF!

Ni bien separé la mano del suelo, la araña se escapó. Corría con sus seis patas intactas. Supongo que había calculado mal el golpe. Juro que pensé haberle dado en alguna pata, pero no.

Ahora no puedo dormir. La imagino en los rincones, elucubrando la venganza. La imagino descolgándose con gracia del techo, desenredando un hilo de seda blanco, y aterrizándome en el cachete, o el brazo desnudo, para morderme y envenenarme y darme una roncha enorme. Temo caminar descalzo y que me pique.

Porque la araña se las va a cobrar.

Tarde o temprano va a tener su venganza.

Y hay que estar preparado para enfrentarla.

1 comentario:

Sol! dijo...

Cada vez escribís mejor. Me siento orgullosa. Gran relato.