Hace mucho que no pasaba por acá. Ni para volver a leer lo que alguna vez escribí en la perspectiva del tiempo, y ni siquiera por la vanidad estúpida de buscar algún tipo de aprobación en comentarios ajenos. En realidad, me desentendí también del placer de la escritura, la que, de alguna manera, encontró la forma de ir madurando sola en silencio. Pero a pesar de todo esto, que parece entrañar sólo demérito, considero que este espacio, muy íntimo (en el doble sentido de personalísimo y casi privado), es el más sincero de todos los recovecos digitales que por fuerza mayor en uno u otro momento nos toca habitar (considerando las debidas reservas culturales y de clase).
Incluso años después de no haber escrito nada realmente importante -en ningún lado-, es todavía éste en el primer lugar que pienso cuando estoy terriblemente triste porque mi perro se murió. Y acá estoy, escribiendo algo que no quería escribir ("¿para qué?"), pero con la certeza de que si no lo hago estoy engañándome, o negando lo que apenas si empieza a parecerme evidente. O todavía peor, me envuelve la sensación de que estoy borrando con el codo una existencia, emocional y profundamente significativa de mi vida, con quien compartí buenos y malos momentos durante quince años.
Lo llamábamos amistosamente Peter Pan porque tenía la habilidad de aparentar bastantes menos años de los que tenía. Algunas de las personas con las que nos cruzábamos en los paseos lo confundían con un cachorro, y se sorprendían cuando le decíamos cuán grande era, y no faltaron los que pensaban que era una hembra. "Sos un trolo", lo gastaba yo. Y le acariciaba la cabeza.
Esa cualidad de Peter Pan no resultaba sólo estética, porque Charlie gozó de muy buena salud (afortunadamente) durante muchos años. Pero sobre el final, los deterioros inevitables de la edad se fueron acumulando. Los ojos se volvieron más y más nublados (aunque todavía era capaz de distinguir un perro a la distancia, lo que señalaba al levantar las orejas mientras se paraba firme sobre sus pies); canas empezaron a brotar en un hocico que había sido muy, muy negro; algunos bigotes se le perdieron (yo tomé la costumbre de pellizcarle un poquito los mofletes y decirle "bagre"). La agilidad espontánea se fue disolviendo hasta convertirse en un hábito cansado de repetirse. El trote se volvió caminata. Y aunque ya no tiraba con fuerza de la correa, sí se plantaba como una piedra cuando algo en el suelo le llamaba la atención. Él encontraba un profundo placer en olfatear y lamer toda clase de porquerías, pero yo lo tironeaba, sacándolo del trance. "Chupador de mierda, asqueroso", y un tirón de la correa. Siempre tuve miedo de que se fuera a enfermar de algo por mojar los labios en la roña ajena, pero nunca se pescó nada, y ahora sólo me quedan la culpa y el arrepentimiento de haberle privado de ese placer incomprensible para mí.
Cuando las patas traseras empezaron a retobarse, al punto de aparentar voluntad propia, la doctora Gilda le recetó un suplemento vitamínico. Ese tratamiento tuvo sus buenos resultados, pero jamás recuperaría del todo esa gracia jocosa de la juventud, que sólo pareció haber existido cuando se pierde.
Un día, a mediados de año, Charlie se paró y se cayó. Le costó mucho esfuerzo ponerse de pie. Las piernas parecían luchar contra un hielo invisible. Lo llevé a la veterinaria esa mañana. El camino fue tortuoso, seguramente más para él que para mí. Y el médico dijo que era la próstata. Que estaba hinchada. Que probablemente tuviera dificultades para orinar (no tenía). Que era el dolor y la molestia lo que le hacía pensar dos veces donde poner las patas. Que posiblemente fuera un tumor, pero que probablemente sería una infección bacterial, algo esperable dada la edad y que no estaba castrado. Y después de recomendar que le hiciéramos una ecografía, agarró un frasco del botiquín, marrón y grande, como uno de jarabe para la tos, lo perforó con una jeringa y le dio a Charlie una inyección, con esa maestría insensible de los médicos. El nombre de ese antibiótico me resultó confuso y exótico, pero no me lo voy a olvidar nunca más: enrofloxacina. Inyecciones más tarde, y pastillas de enrofloxacina después, Charlie ya estaba mejor. ¡Era la próstata!
Pero la ecografía dijo que había un tumor. Así que le sacaron sangre. Yo le pasaba la mano por la barriga blonda porque estaba depilada. Pinchaba un poco.
Recomendaron que lo hiciéramos castrar, porque la ausencia de hormonas no irrita la próstata. "Vas a quedar nena", lo gastaba yo. Cuando llegaron los resultados de los análisis y los glóbulos blancos dieron bien, la preocupación por el tumor se achicó. De hecho, casi todos los demás valores daban bien. Los que no, se adjudicaban sólo al tiempo. Pidieron un ecocardiograma, para ver si el corazón soportaría la cirugía. Pero de ahí en más todo fue cuesta abajo, cuesta arriba por un rato, y cuesta abajo otra vez.
Charlie meó oscuro una vez, pidieron otra ronda de enrofloxacina, y mejoró. El estudio del corazón dio bien, salvo por el segundo soplo que le encontraron (sabíamos del primero). La cardióloga dio el visto bueno para la operación, pero la médica que lo hubiera operado dijo que los análisis le preocupaban. Que no sabía si los riñones iban a aguantarse la anestesia. Que prefería esperar antes de operarlo. La cardióloga recetó Cardiovier, un medicamento para el corazón, que se sumó al antibiótico. Yo me hacía el gracioso diciendo que Charlie tomaba "cardioviej". Quiero creer que él se hubiera reído un poco también.
Todo se volvió un ensayo farmacológico de prueba y error, según el cual se retiraba uno u otro medicamento por la mayor evidencia de efectos secundarios. Que el perro cagaba flojo, y vuela el suplemento vitamínico. Que el perro caga negro, chau Cardioviej. Que las patas están patinando, vuelven los antibióticos. ¿Pis oscura? Veterinaria, sonda urinaria, y más antibióticos. Análisis de orina, bacterias, el diagnóstico de siempre.
Yo pensé que Charlie se moría el día que patinó al piso y casi no llegó caminando a la veterinaria. Los malabares médicos me parecieron deseables al principio, pero después se me fueron revelando más como lo que eran.
Hace dos domingos, tía vino a casa después de votar. Charlie pasó casi todo el día en la cama, durmiendo. Nos llamó la atención, y reaccionamos como veníamos haciéndolo desde hacía unos meses: con otra tira de antibióticos. Esa semana yo tenía que estudiar para dar un parcial. ¡El último cuatrimestre! Por dentro, te puteé, Charlie. Por mariconear cuando menos lo necesitaba, cuando tenía que concentrarme.
Caminaba lento en la calle, y el viernes pasado dimos nuestro último paseo. Tuve que arrastrarlo para hacerlo caminar porque no quería, o ya no tenía ganas. En mi bestialidad, razono, quería verlo bien. Como antes, o como siempre. Si podía subir a la cama, pensaba yo, ¿cómo no iba a dar unos pasos? Por eso lo entraba a los tirones al edificio, al ascensor. Por eso, y para que nadie lo viera mal: le hice pasar unos momentos de mierda cuando menos lo necesitaba, y no hay racionalización que me auxilie para pensar que no hice nada malo. Charlie empezó a necesitar ayuda para subir a la cama. En ese momento creo que dejó de intentar. El sábado no quiso caminar. El domingo no quería ponerse de pie. Sólo tomaba agua, porque no aguantaba la comida. Lo vomitaba todo.
Los últimos días estuvo casi todo el tiempo echado en el suelo. A veces encontraba suficiente sosiego como para dormir. En los sueños que tenía correría, porque sus patas se movían todavía jóvenes mientras soñaba (nosotros hacíamos chistes sobre eso porque, cuando soñaba profundamente, y sus patitas se movían agitadas, parecía como si estuviera peleándose con una moto que no quería arrancar).
Pasó dos días sin mear. El domingo sólo hizo un charquito en el jardincito del edificio. El lunes a la mañana vomitó por última vez. Yo seguía estudiando, porque no me quedaba otra. ¿Qué hacer, si es el último cuatrimestre, las últimas tres materias? Y para colmo, estaba obligado a sacarme una buena nota porque, única vez en toda la carrera, reprobé un primer parcial. Empecé a tener arranques de llanto. Me acercaba a Charlie y le hacía mimos. Tenía muy mal aliento. El olor era horrible, y le hablaba directamente a mi estómago. Leía y puteaba. Yendo a la facultad, pasé por donde salíamos juntos todas las mañanas.
El lunes a la noche, mi vieja pasó por la veterinaria y le dieron una jeringa cargada de calmantes y antivomitivos. Dijeron que tenía lo de siempre: una próstata inflamada. Y que nos confiaban la jeringa porque "éramos nosotros". Ella lo inyectó, y ya no vomitó más. Charlie caminó hasta su habitación esa madrugada, y no se levantó. Amaneció con la cabeza sobre la aspiradora, a la que siempre le había tenido terror, y con la que yo me divertía persiguiéndolo por toda la casa, sólo para reírme de ese miedo tonto que tenía (él siempre encontraba la forma de ponerse delante de la aspiradora en vez de esconderse definitivamente).
Esa mañana fui yo a la veterinaria, donde me dieron otra jeringa, y una tira de pastillas ("Singestar"). Eran hormonas femeninas, que supuestamente iban a achicar la próstata.
Tres veces tuve que pincharlo porque no sabía cómo (sí sabía cómo, pero no tenía práctica). Charlie no se quejó. Apenas levantó la cabeza, como diciéndome "boludo". Pero nada más. A la hora, tal como dijo la doctora Gilda: dos pastillas de Sinchistar. Miguel, el dueño de la veterinaria (y el papá de la médica que dudaba de operarlo), me dijo que si Charlie no orinaba, iban a tener que sondearlo de nuevo. Me ofreció venirme a buscar a casa si Charlie no podía caminar. Y acepté su oferta (sin orgullo) esa tarde.
Charlie pasó unas horas en la cama. Lo había acostado ahí para que estuviera más cómodo, pero no durmió. Después me lo cargué a upa, entramos al ascensor, salimos y esperamos un rato en la vereda. Cuando Miguel abrió la puerta trasera de la camioneta, mi vieja acomodó un toallón sobre una reposera plegada, para que Charlie no dejara pelos. Le habrá resultado un viaje incómodo. Yo fui arrodillado en el asiento de atrás, y lo sujeté como pude para que no perdiera el equilibrio en el bamboleo del adoquinado. No se quejó, ni se asustó. Miraba el paisaje por las ventanillas cuadradas.
La doctora Gilda lo sondeó. Yo pensaba que iba a salir orina oscura o ensangrentada, pero era de un saludable color amarillo, aunque la cantidad acumulada les resultaba escasa. Charlie tomaba poca agua ya, y teníamos que hidratarlo con jeringazos directamente en la boca, a modo de gotero.
Después del sondeo, le afeitaron la pata y le colocaron trabajosamente un catéter, al que envolvieron con cinta adhesiva. Gilda dijo que la vena estaba en estado de "colapso", pero no pareció ser algo preocupante.
Al suero que le colocaron fueron complementándolo con toda clase de medicamentos. Harían vitaminas, y también suplementos. Ningún frasco del botiquín parecía salvarse de las manos de Gilda, que cargaba jeringas alternando entre unos y otros, para vaciarlas dentro del suero que ahora se enturbiaba de amarillo. Charlie empezó a despabilarse. Levantaba la cabeza e intentaba ponerse de pie. Yo lo mantenía acostado. Le pusimos la toalla de almohada, y reposó un rato, mientras más y más clientes empezaban a llegar a la veterinaria. Que cuánto está el antipulgas, que cuánto está ese alimento, que tengo el perro con la piel irritada.
Hablamos de lo maleducada que era la gente del barrio. De la ignorancia para la crianza de los chicos, que molestan todo el tiempo, llamando la atención sobre sí mismos cuando sus padres necesitan hablar con el profesional acerca de esa mascota de la que ellos dicen ser dueños, con el orgullo infantil de una responsabilidad fantasmagórica que siempre es compartida a medias. ¿Por qué no los pueden hacer callar un minuto? Imaginé cuán difícil debe darse una pelea así desde esa trinchera-veterinaria, mientras miraba fajos de papel en una estantería, folletos destinados a la instrucción básica en el cuidado de animales y los consejos para su socialización con niños y adolescentes.
Ya era de noche. Fuimos los últimos clientes del día. Terminaron de envolver el catéter, que no sacaron, anticipándose al suero que deberían administrarle a la mañana siguiente, y de nuevo acomodamos a Charlie en la camioneta, mientras Miguel y Gilda cerraban el negocio. Charlie movía la cola recostado sobre la reposera. Por un momento parecía que todo estaba bien. Viajamos todos juntos, y nos reímos un poco cuando Charlie se golpeó la cabeza al intentar incorporarse, creyendo que era, en el fondo, una señal de la pronta recuperación.
En casa, volvió a estar en el piso. Cada tanto lo azuzábamos, pidiéndole que se levantara, viendo que podía sostenernos la mirada, que ya no la tenía fija en el vacío, que parpadeaba. Pero todavía no estaba en condiciones. Uno se contenta aventurando los motivos. Que hace poco le pusieron el suero. Que todavía no le debe estar haciendo efecto. Y él él tenía la cabeza erguida, no se acostaba desfalleciente en ese gesto que nos angustiaba tanto.
Pasaron las horas. Yo lo acomodaba arrastrándolo despacio por el piso, para que no lo pisáramos sin querer, ni yo fuera a atropellarle una oreja con las ruedas de la silla. Antes de acostarme, vi un video en Internet. Un experimento químico en el cual vertían una solución de color rojo en un vaso de precipitados, que reaccionaba con el líquido presente y pasaba del rojo al verde, y del verde al amarillo.
Apoyé la cabeza en la almohada pensando que mañana íbamos a tener que llamar a un remis para llevar a Charlie a la veterinaria y seguir con el tratamiento, cuando escuché un ruido extraño. Charlie hacía toda clase de ruidos a la noche. Lo escuchábamos tomar agua como un caballo, o echarse en el piso a comer alimento balanceado, el que masticaba crunchi, crunchi, crunchi a las dos de la mañana. Y más recientemente, las uñas le habían crecido tanto (se las quisimos cortar muchas veces, pero él se ponía quisquilloso cuando le tocaban las patas) que sus pasos resonaban tiqui, tiqui, tiqui dondequiera que fuera. Escuché los taquitos esa noche. Golpeaban raro contra el piso. Así que me levanté, a oscuras, y alumbrándome con el celular lo vi convulsionar en el piso. Encendí la luz del comedor, y me arrodillé al lado suyo.
Se sacudía con violencia. Abría y cerraba la boca, atragantándose con algo invisible que intentaba sacar con la lengua. Echaba los ojos para atrás. Todo su cuerpo estaba tensionándose. Le agarré la cabeza y traté de sostenerlo como pude para que no se golpeara, diciendo "Charlie, Charlie, Charlie".
Todo eso habrá durado uno o dos minutos, pero a mí me parecieron muchos más. Charlie se tranquilizó. Se había meado un poquito después de la sacudida. Mi vieja se despertó porque me escuchó a mi hablar como un autómata. Le conté lo que había pasado mientras lo vimos serenarse. Inhalaba y exhalaba profundamente. Yo lo limpié.
Fue ahí cuando nos dimos cuenta de que ya estaba todo dicho, todo hecho. Que lo mejor que podíamos hacer por él era sacrificarlo. Que ya no daba más. Eran las dos y media de la mañana. Lo acostamos sobre una sábana, y lo llevamos a la habitación, donde hacía menos frío.
Yo quería llamar a un servicio de emergencia, que alguien lo viniera a matar. Ya habían pasado demasiados días de agonía, y en ese estado no podíamos tenerlo ocho horas más. Charlie se empezaba a quejar. Despacito, nada serio. Sólo parecía molesto.
Me acosté en mi cama, mordí la almohada y lloré un rato. Después volví a la habitación donde estaba él. Mi vieja dice "está cerrando los ojos". Así que me quedé de pie contra el marco de la puerta, mirándolo. Pero Charlie empezó a sacudirse otra vez. De nuevo una convulsión. Los ojos para atrás, las patas duras, la respiración agitada. La mirada perdida. La mandíbula inquieta. Otra vez me arrodillé al lado de él. Acomodé mi cuerpo como pude para intentar sostenerle las patas, el cuello, la cabeza, como si de verdad pudiera hacer algo para tranquilizarlo. Al rato, la convulsión fue perdiendo fuerza. La cabeza se sacudió una vez más, y Charlie se relajó. La mandíbula empezó a abrise y cerrarse como la de los peces que se ahogan al revés que nosotros cuando los sacan del agua. Boqueó así unas diez o doce veces, siempre con la mirada perdida. Puse mi mano delante de su nariz. Lo agarré de la pata. Ya no estaba dura, tiesa. La sujetaba y la soltaba. Estaba completamente relajada.
Charlie se murió en mis brazos a las cuatro de la mañana. Alcancé a sentir cómo la vida se le fue del cuerpo en un soplo, mientras todavía siento en las palmas de la mano las últimas vibraciones del trance de esa muerte. Soportó ocho horas más después del suero, de los medicamentos, las vitaminas, los suplementos. A lo mejor el tratamiento apuró la muerte, o a lo mejor la agonía se fue apilando hasta volverse inevitable. No sé qué causó las convulsiones. Probablemente fueran dos paros cardíacos. O sí fueran convulsiones que aceleraron un paro cardíaco. Todavía no tengo el coraje de averiguar qué clase de muerte fue esa. Y aunque espero de todo corazón que no haya sufrido esos últimos momentos, dudo que esa transición haya sido plácida y poco traumática.
Yo hago ostentación de no creer en nada. En ningún Dios u orden supraterrenal. Creo que no hay nada después de la muerte. Que todo se ennegrece y nada más. No fantasmas, ni espíritus o más allá. Creo que todos, tanto animales como humanos, sufrimos el miedo y el dolor por igual. Y en mi vida hedonista, profundamente intolerante hacia la adversidad, son el miedo y el dolor las sensaciones que ocupan el escalafón más bajo y peligroso. Me duelen el dolor y el miedo ajenos.
Odio la idea de que Charlie murió asustado. Que estuvo dolorido durante días. Que agonizó una muerte de mierda, aunque Gilda dijera, cuando lo vio esa tarde, que su cara no era de dolor. Me culpo por haberlo hecho agonizar así. Por no haber aceptado antes que hacía bastante tiempo que estaba muriéndose. Por no haber tenido el coraje de mandarle un jeringazo de aire en las venas antes de que todo se le volviera negro de esa manera violenta, traumática.
A veces tengo la idea de que existe un tipo de orden cósmico, una balanza privada de moral para la cual sólo cuentan las sensaciones placenteras y adversas (mi mundo funciona según esos principios). Que el haber causado dolor y lamentarlo, se remedia padeciendo otra cuota de dolor propio o prestado con el propósito de equilibrar esa balanza, saldando así las deudas consigo mismo. Claro que no existe esa balanza, ni al universo le importa nada. Pero a veces me tranquiliza mi propio sufrimiento, el displacer.
Y me consuelo con la idea de que yo también voy a morirme dolorido y asustado, y probablemente solo, tarde o temprano. Y que tal vez me acuerde de Charlie en ese momento, y los dos podamos entendernos otra vez en nuestras vidas, en ese plano fenomenológico y universal del dolor y del terror.